Eusebio Francisco Kino

Biographía de Eusebio Francisco Kino

Historia 19 de ago. de 2023

Eusebio Kino
Padre de la Pimería Alta

Biografía de Eusebio Francisco Kino, S.J.
por Charles W. Polzer

 El desierto parece muerto, deshabitado, y sus áridas montañas, como talladas en el vacío, con las fuertes sombras de un sol abrazador. Mesas de mesquite y cactus han sido desgarradas por arroyos pedregosos. La quietud y la soledad lo cubre todo, hasta los horizontes calcinados por el sol. Para cada generación el desierto se presenta como desprovisto de historia, hostil. En él no hay lugar para el hombre, mucho menos para sus sueños.

fuente:http://padrekino.com/


Es así como el desierto se presenta a quienes jamás han palpado sus realidades. De hecho, el desierto está vivo; lleno de los sueños de los hombres que en él han hecho historia. El desierto es una paradoja. Durante siglos ha sido morada de hombres fuertes, de hombres de fe y visión del futuro. El desierto es un lugar donde la vida cobra mayor sentido, precisamente por encontrarse en franca desventaja frente a la naturaleza.

Esta es la historia de un hombre que conocía la paradoja del desierto: Eusebio Francisco Kino, sacerdote y misionero de la Pimería Alta. Pasó su vida entre los modestos pueblos del desierto; transformando los bancos fluviales en granjas, la tierra en edificios e iglesias, y los sueños de los hombres en vivas realidades. Respetaba esta tierra y luchaba con ella. El Padre Kino escribió sobre la arena de los desiertos del noroeste una historia tan fuertemente grabada en el tiempo como las propias montañas que presenciaron su obra.

Muchos hombres han venido al desierto y han hecho historia: Cabeza de Vaca, Coronado, Oñate, De Anza, y Garcés, pero ninguno de ellos ha igualado las hazañas de este dedicado misionero jesuita. Su visión fué más allá de los horizontes sedientos y su influencia ha sobrepasado los siglos. Su conocimiento de las tierras del desierto y de su pueblo, lo hizo posible.

Cuando el Padre Kino llegó a las "Fronteras de la Cristiandad" en 1687, era ya un experimentado misionero, aunque recién llegado al norte. Su destino a la frontera de la Pimería Alta había sido un imprevisto más dentro de una serie de circunstancias que se habían presentado como continuos contratiempos. Pero nada minaba su entusiasmo ni opacaba sus sueños.

La epopeya del Padre Kino comenzó en Segno, una pequeña población de las montañas del Tirol italiano, no lejos de la histórica Trento. Allí nació el 10 de agosto de 1645, en una típica habitación de piedra y madera, semejante a las que trepan por las escarpadas laderas de los Alpes Dolomitas a lo largo del Val di Non. Fue allí, durante su adolescencia, donde se empezó a forjar ese recio temperamento que un día habría de explorar las montañas y los desiertos de un país situado en otro continente. El joven Eusebio debió haber mostrado dotes de inteligencia excepcional, pues sus padres lo enviaron al colegio de los jesuitas en Trento, donde fue iniciado en el conocimiento de las letras y de las ciencias. Pronto marchó al colegio jesuita de Hall, cerca de Innsbruck, Austria, para seguir cultivando su recién adquirido interés por las ciencias y las matemáticas. Mientras estudiaba allí, contrajo una grave enfermedad que le puso al borde de la muerte. Esa enfermedad reveló uno de los sueños ocultos de Kino, pues prometió que si su patrono, San Francisco Javier, intercedía por su salud, él ingresaría a la Compañía de Jesús. Recobró la salud, en efecto, y por el resto de su vida Eusebio Kino consideró esa curación como un don de Dios conseguido por la intercesión de Javier. Sea lo que fuere de la curación de Kino, su vida ciertamente iba a ser un regalo precioso para las "almas abandonadas" de la Baja California y de la Pimería Alta.

A los veinte años de edad, Kino inició el largo trayecto de la típica formación de los miembros de la Compañía de Jesús. Habiendo ingresado en Landsberg, prosiguió los estudios de su ardua carrera en Ingolstadt, Innsbruck, Munich y Oettingen - todas ellas excelentes universidades en su tiempo. Hacia el final de sus estudios teológicos, el Duque de Baviera invitó al joven sacerdote a desempeñar las cátedras de ciencias y matemáticas en la Universidad de Ingolstadt. Pero Kino había solicitado algunos años antes ser enviado a la misión de China, y justamente cuando terminó su formación en Oettingen, recibió la noticia de que él y un compañero austriaco habían sido destinados. Parecía como si sus sueños de China se fuesen a convertir en realidad. Pero no, uno de los dos iba a ser enviado a las Filipinas; el otro a México. Para decidir quién iría al Oriente, se sortearon: y al Padre Kino le tocó la papeleta de México.

Fue en 1678 cuando Kino marchó a las vertientes de Segno para despedirse de los recuerdos infantiles, de los amigos y familiares.

A mediados de junio se embarcó en el puerto de Génova con dieciocho compañeros suyos rumbo a Cádiz, con grandes esperanzas de alcanzar la flota de verano que salía para el Nuevo Mundo. Una navegación equivocada a través de la niebla y las rápidas corrientes del Estrecho de Gibraltar condujeron a la embarcación cerca de Ceuta. El error les hizo perder un tiempo precioso. Al acercarse a la bahía de Cádiz el 13 de julio, la flota imperial española zarpaba ya rumbo a la Nueva España.

Perder la flota en aquellos tiempos no era ciertamente como perder hoy día un vapor trasatlántico. El Padre Kino y sus compañeros tuvieron que esperar dos años para poder obtener un nuevo pasaje. Sin embargo, el tiempo de su estancia en Sevilla lo aprovecharon en el aprendizaje del español y en hacer otros preparativos útiles, aunque remotos. Por fin, los misioneros jesuitas pudieron obtener plaza en el "Nazareno," en el que embarcaron en julio de 1680. La flota levó anclas rumbo a México, pero esta vez el "Nazarene" encalló en el banco de arena del "gran diamante," a la entrada de la bahía de Cádiz. La embarcación pronto fue batida y destrozada por la furia del viento y las olas. Completamente desanimado, y sin equipaje, Kino esperó otros seis meses en Cádiz, hasta que, por fin, en enero le llegó la ocasión de cruzar la barrera del Atlántico rumbo a su destino.

Sin duda Kino se sintió a gusto y como en su casa, al escalar los senderos montañosos que se encuentran entre Veracruz y la ciudad de México. Su travesía del Atlántico se había llevado a cabo sin novedad y su llegada a la capital mexicana había sido cosa de rutina.

Había el rumor de que pudiera ser enviado al Oriente, o cuando menos a las Filipinas. Pero una nueva expedición a la Baja California requería de los conocimientos del nuevo misionero. El almirante don Isidro de Atondo y Antillón inscribió al Padre Kino en aquel viaje como misionero y Cartógrafo Real. Kino tuvo que aguardar nuevamente en la ciudad de México mientras se hacían los preparativos necesarios para la expedición. Pero Kino había aprendido a aprovechar el tiempo: esta vez escribió un opúsculo sobre un nuevo cometa. Este pequeño tratado de astronomía medieval le valió una airada refutación por parte del sabio mexicano don Carlos de Sigüenza y Góngora. Conocedor de la naturaleza humana y del mundo y sus caprichos, el Padre Kino presentó la obra a don Carlos un día antes de partir al oeste. Sigüenza estaba furioso, pero Kino había partido.

La Baja California constituyó el primer territorio misionero de Kino. Ninguna expedición española a la inasequible península había tenido éxito hasta entonces; aunque la colonización se había intentado varias veces desde los días memorables de Cortés. Para Kino, California era una gigantesca isla desconocida, un posible asilo para la exhausta marinería de los galeones de Manila.

La expedición construyó tres barcos en el rio Sinaloa para hacer la travesía y mantener una línea de abastecimiento con la tierra firme. En el primer intento, los recios vientos de marzo arrojaron las naves contra el litoral de barlovento del Golfo, pero el almirante Atondo logró finalmente virar y conducir la pequeña flota a través de las turbulentas aguas del Golfo, y ancló en la tranquilidad de la apacible Bahía de la Paz.

Los curiosos recién llegados hicieron escalas durante dos días mientras se leían las proclamas reales con redobles de tambor. Finalmente, después de cuatro días de explorar los esteros de la bahía con las lanchas, los expedicionarios pudieron desembarcar. Los españoles levantaron un tosco campamento entre el mar y la enmarañada selva que se encontraba a espaldas de la playa. La civilización cristiana sentaba sus reales en aquella frontera y sus esperanzas pendían precariamente del sano juicio de los colonizadores. Pasaron algunos días antes de que los indios se atrevieran a acercarse tímidamente al real de los españoles, pues en otras ocasiones habían recibido el trato brutal de los pescadores de perlas que habían precedido a estos barcos de paz. Sin embargo, las cuentas de cristal, el pozole y el maíz hubieron de calmar sus temores iniciales.

La bondad del Padre Kino se volcó sobre aquellas gentes menesterosas cuya vida casi desconocía el uso del vestido y más aún el de la vivienda. En unas semanas logró abrir una brecha a través de la enhiesta barrera rocosa que separaba la pequeña punta de playa de los núcleos indígenas localizados en la meseta. Ocupaba los días en aprenderla peregrina lengua con que los indios guaicuros daban a entender el sentido que la vida tenía para ellos. La tarea del Padre Kino no se limitaba a socorrer a los indios en sus menesteres vitales, sino que procuraba enseñarles el camino de la civilización y aún la doctrina cristiana. No sabiendo cómo explicar a los indios el concepto de la resurrección, el ingenioso Kino les privó el sentido a algunas moscas, y cuando los indios las vieron "volver a la vida," dijeron algunas palabras que desde entonces se convirtieron en parte del Credo en su idioma nativo. Desgraciadamente, Kino no se había percatado de que los indios solamente le habían dado las palabras para decir "están muertas." ¡Su método de privarlas del sentido ejercía sobre los indios una mayor fascinación que la difícil doctrina que él trataba de enseñarles!

Como era de suponer, la Baja California resultó hostil a los colonizadores. Las violentas tormentas impedían que los barcos de socorro pudieran desembarcar las provisiones. A medida que éstas disminuían el temor a morir por inanición cundía en el campamento español. Cuando la temperatura del verano aumentó, el aprovisionamiento de agua se redujo hasta agotarse y la provisión de víveres decreció, junto con la capacidad de aguante. El temido desenlace de la expedición llegó cuando los soldados españoles invitaron a algunos indios sospechosos de hurto a una comida de paz. Súbitamente los españoles abrieron fuego de cañón sobre el alegre e indefenso grupo.

Este innoble acto de cobardía les trajo la terrible amenaza de una venganza. Lo que sólo había sido un simple temor español, se convirtió en pánico humano. De espaldas al mar, los colonos esperaban ser aniquilados por las flechas de los indios, disparadas en justa ira. La oportuna llegada del barco de socorro les salvó de una muerte por inanición y les libró de una matanza segura.

El Padre Kino se encontraba profundamente disgustado por la decepcionante conducta de los soldados y por la decisión de los colonos - motivada por el terror - de abandonar La Paz. Sólo por necesidad regresó con los que se retiraban de la península. La expedición se reorganizó en tierra firme, y en el otoño se planeó un nuevo intento. Kino dio a entender muy claramente al almirante Atondo que de él dependía el que esta vez no hubieran nuevos fracasos provocados por las acciones cobardes de los soldados o de los colonos. En esta ocasión, se inició una nueva marcha en San Bruno, en la costa norte del actual Loreto.

Desde esta nueva estación misionera, las primeras expediciones se abrieron paso poco a poco a través de la imponente y rocosa sierra de La Giganta. A los cuatro meses de iniciada la exploración, el Padre Kino alcanzó finalmente las costas del Mar del Sur, o sea el Pacífico. Esta vez se logró la amistad de los indios, y sus idiomas fueron objeto de estudio y aprendizaje. Se administró el bautismo a los niños pequeños y a los moribundos. Tras el esfuerzo de un año, parecía haberse logrado el establecimiento de una misión permanente en la Baja California.

Pero en San Bruno el sol evaporó el agua y secó las cosechas. La enfermedad cundió en el incipiente establecimiento. Los grandes sueños del gobernador Atondo sécabanse también y reducíanse a polvo. Atondo sometió a votación el abandono de aquella empresa californiana, financiada por la Corona. El Padre Kino se opuso, pero en vano. Se dieron órdenes de salvar cuanto pudiera regresar en los barcos. Los cálidos vientos alejaron las embarcaciones de la costa, y las esperanzas del Padre Kino se desvanecieron cuando las montañas se hundieron tras del horizonte. La Baja California nunca más volvería a sentir sus pasos sobre sus sendas agrestes, ni a presenciar el destello del sol sobre su astrolabio cuando cartografiaba los secretos de aquella tierra austera e inhóspita.

Por un momento, el Padre Kino pensó que regresaría a la Baja California cuando el virrey, Conde de Paredes, ordenó al almirante Atondo que mantuviera las nuevas conversiones. Las pequeñas embarcaciones fueron nuevamente aparejadas en el puerto de Matanchel, pero un despacho urgente llegó de México diciendo que cinco barcos piratas holandeses se encontraban en asecho del galeón de Manila. El almirante Atondo, cumpliendo con su deber, salió al encuentro del galeón, ricamente cargado, y lo escoltó a puerto seguro en Acapulco. El Padre Kino se alegró de que hubiesen evitado, con todo buen éxito, la amenaza holandesa.

Una vez más en tierra firme, Kino viajó para discutir y solicitar un nuevo apoyo en la California, pero la Audiencia de Guadalajara dijo que la Corona española no ambicionaba la parte que va desde el Cabo de San Lucas, en dirección al lejano norte, hasta Monterrey. El Padre Kino cabalgó hasta la ciudad de México, y una vez allí, lucho por su causa durante algunas semanas. Finalmente, el virrey le concedió autorización para regresar y restablecer las misiones que él sabía tendrían éxito. La fortuna parecía sonreírle: una conducta cargada de plata, con la cual se podría comprar el futuro de la isla, llegó ala ciudad de México, pero antes de que fuera descargada, la Real Hacienda se apropió de los $80,000 para pagar a Francia una deuda a título de indemnización marítima. La Baja California estaba liquidada ¡y todo porque algún impetuoso español había hundido un ignorado barco en alguna lejana bahía!

Ahora, el Oriente quedaba descartado. Y California cerrada. Kino era, en estas circunstancias, un misionero sin misión. Entonces sugirió a su provincial que le enviase a trabajar entre las tribus de los seris y los guaymas, que al menos se encontraban cerca de California. Aún mantenía una ligera esperanza sobre la Baja California. El virrey accedió a la propuesta del Provincial de la ciudad de México y el "Padre a caballo" salió de la capital fortalecido por la experiencia. Conocía a los indios y sus costumbres; conocía a los españoles: conocía a la Corona; conocía a su Iglesia ... y tenía una misión.

Advertido por otros misioneros jesuitas de que la esclavitud existía en las minas, Kino se detuvo en Guadalajara para discutir esa situación con la Real Audiencia. Los colonos impedían la conversión de los indios con su política de trabajos forzados, bajo el sistema del "repartimiento." El Padre Kino presentó el asunto a Zeballos, el presidente de la Audiencia. La Audiencia le concedió en breve, una cédula real, promulgada recientemente por Carlos II, concediendo a los indios la inmunidad temporal de cualquier clase de explotación. Así, cuando el Padre Kino llegó a caballo al cuartel general de las misiones jesuíticas en las montañas de Oposura (hoy Moctezuma), enarbolaba un decreto real que venía a ser como una proclama de emancipación para los indios de toda la Nueva España. El decreto ordenaba que se eximiera a los indios conversos de los trabajos forzados en las minas durante veinte años. Era un mandato en pro de la libertad y una garantía de que los grupos indígenas marginados pudieran eventualmente recibir alguna educación. Este decreto se convertía en un signo de división en la batalla para implantar la civilización cristiana en la frontera.

De hecho, sólo habían transcurrido cuatro años desde que el Padre Kino llegó al Nuevo Mundo, pero su fama había crecido enormemente. El Padre Manuel González, visitador de las misiones del oeste, había oído hablar de este jesuita italiano. Reconocía en él un talento privilegiado. Existía un lugar que podría convenir al espíritu de Kino: la Pimería Alta; es decir, Sonora y sus inexplorados desiertos, situados al noroeste de la Nueva España. Aunque Kino había esperado ser destinado a los seris de la costa del Golfo, comenzaba ya a aprender a mantener el paso al ritmo de los imprevistos caminos de la Providencia.

Cuando Kino llegó a Oposura, el Padre Visitador había estado discutiendo los progresos logrados en la región fronteriza con el Padre José de Aguilar, el misionero a cargo de Cucurpe. Los tres juntos se abrieron camino por el Valle de Sonora, fuera de la rocosa cordillera del oeste y en dirección al perímetro de la civilización. Fue así como en el rojo atardecer del 13 de marzo de 1687, el Padre Eusebio Francisco Kino, al entrar a caballo en Cucurpe, ingresó a la historia.

Cucurpe, el lugar "donde cantó la paloma," se asienta sobre el tranquilo Valle del Río San Miguel. Era entonces una avanzada del imperio español, en el borde de la Cristiandad. Durante un siglo los españoles establecidos en la costa habían preferido el cercano río de Sonora como una ruta más conveniente para llegar a Nuevo México, por lo que fueron pocos los intentos de transponer las cordilleras hacia el oeste. Incluso en los valles sólo se pensaba en términos de norte y sur. Cuando Kino salió de Cucurpe a la mañana siguiente de su llegada, rompía y ensanchaba literalmente el límite de la Cristiandad y abría la mentalidad de los pueblos al oeste desconocido, a los desiertos y barreras montañosas del Colorado y a California. Así penetró en esta frontera como un hacedor de paz, para salvaguardar a la Provincia de Sonora. De ella habría de salir no sólo como un pacificador, sino también como un pionero.

El primer recorrido por el nuevo territorio de misión fue satisfactorio. El terreno prometía ricas recompensas agrícolas, y los pimas eran realmente un pueblo pacífico, deseoso de tener su propio Padre. Como muchos de los problemas de la Nueva España, la reciente conspiración del Jefe pima Canito, que parecía amenazar la tranquilidad de los establecimientos sonorenses, se exageraba y generalizaba. Al Padre Kino le preocupaban menos los levantamientos de los indios, que el problema de proporcionarles una vida mejor.

Siguiendo la costumbre jesuita de no extender el territorio de la misión sino a lugares razonablemente distantes unos de otros, el Padre Eusebio situó su nueva Misión, Nuestra Señora de los Dolores, en una pequeña elevación que se alzaba sobre el poco profundo y montañoso valle. El nuevo emplazamiento estaría cerca de Cucurpe, pero, al mismo tiempo, bastante independiente de él. Kino escogió un lugar ideal en la pequeña ranchería de Cosari; su iglesia de misión dominaba dos valles separados por un estrecho desfiladero que se cerraba río abajo sobre las aguas cristalinas del río San Miguel.

El entusiasmo del Padre Kino se convirtió en catalizador para una nueva economía del desierto. Los pimas habían cultivado sus tierras durante muchas generaciones, pero jamás habían conseguido tanto como bajo la sabía dirección de su nuevo misionero. Los deltas dormidos se convirtieron en jardines productivos. Se desbrozaron las tierras del río para sembrar maíz, trigo, calabazas; las vertientes fueron preparadas para la siembra de viñedos y frutales importados de Europa. Cada pueblo erigía una capilla de adobe e iniciaba la obra a largo plaza de las iglesias que un día habrían de ser orgullo de los pueblos. Y los nombres que Kino derramaba por las nuevas poblaciones se han hecho célebres en la historia de la Pimería Alta: San Ignacio, Magdalena, San Javier del Bac, Cocóspera, Caborca, Tumacácori y Tucson. Algunos nombres son cristianos, otros indígenas pero todos ellos han quedado registrados en el tiempo, gracias a la laboriosidad del que los fundó y abasteció.

Los peores años fueron los primeros. La presencia de Kino no fue bien recibida por los colonizadores mineros, situados a lo largo de los ríos Bacanuche y San Miguel, y no fue vista con agrado por los hechiceros, quienes resintieron la oposición del Padre a su dominio tribal y a sus prácticas supersticiosas. Pero un programa a paciente desarrollado con los nativos y una actitud de abierta franqueza con los españoles, vencieron la oposición al cambio y a la cristianización.

Sus solicitudes de ayuda fueron escuchadas después de algún tiempo y los repuestos llegaron a petición del Padre Eusebio, pero la increíble dureza de las condiciones de vida y el lento progreso que se lograba entre algunos de los indios, desanimaron a los recién llegados. Kino, a pesar del fracaso de sus nuevos compañeros, conservó su eterno optimismo.

La pequeña cadena de misiones en el circuito de más de 140 kilómetros establecido por Kino, se fue extendiendo con gran rapidez. El Padre González hizo notar que nunca había visto un crecimiento semejante en tan poco tiempo. Pero entonces las críticas amargas e inevitables - originadas en la envidia - comenzaron a circular: se hablaba del "ambicioso Padre Kino" y de los "indios pendencieros que estaban a su cargo." Tanto las autoridades civiles como religiosas se tornaron muy cautelosas con respecto a este hombre recién llegado a sus fronteras. Aunque tales informes eran endémicos en la vida colonial, tenían que ser investigados. Así, en la primavera de 1690, el Padre Juan María Salvatierra, futuro gigante de la Baja California, viajó hasta Sonora desde su puesto misionero de Chínipas, investido del poder de Visitador General. Su único objetivo era revisar la situación en la frontera y cerrar las misiones si las condiciones siquiera se aproximaban a los rumores que corrían en el interior. Fue esta una circunstancia providencial que estuvo a punto de llevar a Kino al borde del desastre.

Hombres menos recios habrían flaqueado ante las vicisitudes y las críticas. Pero Kino, con gran lealtad, salió a recibir al Padre Visitador con verdadero cariño y entusiasmo. Kino y Salvatierra recorrieron juntos los cientos de leguas que unían las visitas de las misiones. La tierra revivía con las cosechas, y los habitantes de las aldeas recibían a los de "hábito negro" erigiendo cruces y levantando arcos decorados con flores. De los pueblos distantes se trasladaban los indios para pedir el bautismo para ellos y sus familiares. Cada hora de trayecto mostraba un panorama de abundancia, y en cada descanso se recibían innumerables suplicas para la propagación de la Fe y se pedía un misionero.

Legua tras legua, el rostro alargado y adusto de Salvatierra se fue ensanchando. La presunta dureza de su misión se suavizaba con lo que veía. Al fin, una amplia sonrisa se dibujó en sus duras facciones ante el entusiasmo y la perspectiva de poder cristianizar esta bendita región. Y Salvatierra pudo escuchar otro tanto de lo que veía; pues Kino le habló de la isla de California y de la inminente conversión de aquellos pueblos. Llegó incluso a sugerir la construcción de un bote para hacer el trayecto de ida y vuelta a través del Golfo. ¿Por qué no? ¡Las riquezas de Sonora podían ayudar a las necesidades de California!

Para entonces Salvatierra se disponía a continuar hacia el sur, a través de las extensas misiones jesuíticas, a lo largo de los ríos Yaqui y Mayo. Había aprendido a compartir la visión penetrante del Padre Kino. La profunda convicción que el apóstol había impartido a los Pimas no sólo logró conjurar del desastre a la misión de Sonora, sino que incluso decidió a Salvatierra a lanzarse valientemente a la reconquista de las Californias. Abríase una nueva dimensión sobre los pueblos de la Pimería. El Padre Eusebio se esforzaba aún más para hacer sus misiones más productivas. El éxito de Sonora significaba la vida para la Iglesia de California. Nadie sabía mejor que Kino y Salvatierra que sin cooperación y sacrificio mutuo, ninguna aventura misionera podía resistir sin verse condenada a la esterilidad.

El distrito de las misiones de Kino apenas si tenía límite alguno, excepto al sur y al oeste. Sus visitas se extendían 320 kilómetros al norte y casi tan lejos hacia el oeste. Ahora, el disperso sistema tenía que ser consolidado, para formar un todo activo, para aprovisionar la frontera y poder apoyar el empuje hacia la California. Habría que organizar exploraciones hacia el oeste a fin de descubrir un puerto adecuado para el desembarcó de ganado vacuno en la isla de California .

La expansión de la Pimería no consistía solamente en fundar más misiones o en agrandar los pueblos existentes. Toda la cadena de misiones bajo la custodia de Kino, bordeaba el país de los apaches y de sus parientes, los fieros y nómadas jocomes. Una tarea primordial era la de unir al grupo de pimas belicosos, los sobaípuris, en una firme coalición defensiva contra las incursiones de los apaches. El Padre Kino cabalgó de nuevo desde Dolores, para dirigirse al norte, esparciendo la palabra de Dios y uniendo a las tribus en paz a lo largo de la cuenca del rio San Pedro. Era el año de 1692; Kino había proporcionado a esta tierra devastada algo que apenas había conocido: la paz y la seguridad. Con la jornada de cada día, se iban constituyendo nuevos puestos indios que se sumaban al muro defensivo. Las comunidades que habían sido hostilizadas durante generaciones encontraban una nueva fuerza en el extraño de la "ropa negra."

Toda la frontera del noroeste comenzó a adquirir forma bajo la guía del Padre Kino y de los jefes de las tribus aliadas. Esto significaba que el Padre podía ahora volver la mirada hacia el oeste para penetrar las tierras misteriosas que yacían entre el lugar donde él se encontraba y la California.

A fines de 1693, el Padre Kino organizó una expedición para explorar la región del bajo río Altar. La marcha les condujo al oeste hasta el Nazareno, un elevado pico situado en el límite de las arenas del desierto. A través de la bruma contemplaron las elevaciones de la distante California y la arqueada costa del Golfo. ¡California se encontraba tan cerca como para llegar a ella en bote!

¿Dónde podría conseguirse una embarcación? Construir una. ¿En el desierto? ¿Por qué no? Esta idea de Kino parecía una locura a sus superiores. Pero el buen Padre dio órdenes pidiendo madera de álamo, mesquite y pino. Las recuas serpenteaban a través de los desfiladeros para ir a depositar su preciosa carga de madera en Caborca, ¡a 200 kilómetros al oeste, en el desierto! Una verdadera locura para cualquiera, pero no para el seguro y confiado Padre Kino.

Fue durante estas primeras incursiones hacia el oeste, cuando llegó el infatigable e inolvidable compañero de andanzas del Padre Eusebio, el teniente Juan Mateo Manje. Había sido segregado temporalmente de la Compañía Volante de su tío para acompañar a Kino en su avance a través del desierto. Su presencia siempre fue grata y divertida, como cuando cayó al suelo desde un álamo que él y los indios cortaban para la quilla del barco. Desde entonces Juan Mateo se dio a explorar el desierto, en busca de una ruta por tierra.

Aunque el Padre Kino había recibido la aprobación del Provincial para la construcción del barco, el más sedentario y próximo Padre Visitador, Juan Muñoz de Burgos, ordenó que se suspendiera el proyecto. Esto no resultó tan mal después de todo; pues la madera se tenía que secar, de todas formas. Por consiguiente, la atención se dirigió hacia el norte, en donde corrían rumores de la existencia de un río al oeste y de una gran casa situada en sus márgenes. Era ya tiempo de Adviento en 1694 cuando el Padre Eusebio visitó y describió por primera vez Casa Grande, localizada a orillas del Río Gila. Comenzaba a darse cuenta de la vastedad de la tierra que se abría a la cristianización.

Mientras tanto, en medio de todo este movimiento, la organización se imponía en la frontera. Las misiones de la Pimería Alta fueron agrupadas para formar un rectorado, el de Nuestra Señora de los Dolores, que tuvo como primer superior al Padre Marcos Antonio Kappus. En Cucurpe, el Padre Muñoz, aún investido de autoridad, optó finalmente por reclutar nuevos misioneros. Un nuevo hombre acababa de llegar, el Padre Francisco Javier Saeta, un fervoroso y joven jesuita de Sicilia. El Padre Muñoz lo destinó al pueblo de Caborca, el puerto de Kino, cercado de tierra, y él mismo fue encargado de abastecer a la nueva misión de todo lo necesario. Nada podía haber agradado más a Kino, aunque debió sonreír ante los arrogantes adornos de las órdenes oficiales. Cien cabezas de ganado vacuno y ciento quince de ovejas y cabras fueron lanzadas, a lo largo de las cuencas de los ríos de Magdalena y Altar, rumbo a Caborca.

Llegó entonces, por desgracia, otro de los repetidos golpes de infortunio de la Providencia. Esta vez teñido en sangre y sacudido por la violencia. Inflamados por las malas interpretaciones supersticiosas de la política misional, los de Tubutama se alzaron en rebelión, El bautismo de los niños y de los ancianos aparecía ante los ojos de los infieles y resentidos hechiceros como un presagio. Veían que el ritual y la rígida disciplina socavaban su poder; y ciertamente se ponía coto a sus acostumbrados excesos. Los indios descontentos incendiaron los campos que se encontraban ya listos para la cosecha, derribaron las construcciones y saquearon los pueblos situados a lo largo del río Altar. Y allá lejos, río abajo, asesinaron al precavido pero indefenso Padre Saeta. En una post-data a su última carta, dirigida a Kino y escrita la noche anterior a su martirio, le pedía a Kino que no "le perdiese de vista." Por desgracia el ataque a Caborca fue tan rápido que no fue posible dar aviso ni ir en socorro de sus moradores. La sangre de Saeta fu así, la primera sangre de mártir derramada en la Pimería.

Un verdadero terror se apoderó del territorio. Se corrió el rumor de que habrían ataques masivos sobre la región del noroeste, a cargo de los jocomes, janos y apaches. Toda la Pimería se hallaba en tensión ante la perspectiva de una lucha a muerte. Los soldados de la Compañía Volante del general Domingo Gironza, la rápida caballería española de largo alcance, se presento en la Pimería procedente de Fronteras y del Real de San Juan. La justicia militar triunfaría.

Los españoles se encontraban divididos con respecto al modo de llevar a cabo la pacificación. Unos pedían la venganza, otros sugerían paciencia y un cuidadoso juicio y condena de los instigadores de la rebelión. En la fresca mañana del 9 de junio de 1695, a petición del Padre Kino, los jefes pimas asistieron a una imponente reunión de las tropas españolas, cerca de El Tupo. Se acordó que los culpables serían entregados para un castigo justo. Los cabecillas de la rebelión se colocaron sobre el húmedo suelo de la ciénaga, entre algunos jefes de tribus y amigos indios. Rodeados por la caballería montada, los indios confesaron su arrepentimiento por la rebelión. Entonces, uno de los portavoces arrojó a un rebelde culpable a sus pies.

La espada del capitán Antonio Solís relampagueo en el sol de aquella mañana. Una cabeza rodó ante el asombro de los indios.

Tan rápida y desagradable "justicia" horrorizó a los indefensos nativos. Aquello no había sido un juicio sino una trampa. Enloquecidos por el pánico intentaron escapar hacia el desierto, único acceso a su libertad. Pero el aire de la mañana se cargó con el fuego de los mosquetones. La justicia sólo hablaba a base de balas y cortaba el aire con el silbido de las espadas. Inocentes y le ales cayeron asesinados por igual, al lado del puñado de culpables. Y el veredicto de aquella mañana de verano aún pende sobre aquel desolado paraje, en un lugar llamado "La matanza."

El Padre Eusebio Kino se encontraba completamente descorazonado. La justicia había sido una burla; y la paz era ya un sueño casi imposible. La frontera estalló entonces en una guerra abierta durante tres meses que lo fueron de terror. La poderosa caballería española sembró el pánico entre los indios, pero sus guerreros continuaron bajando desde sus fortalezas situadas en la montaña, para quemar las misiones y los campos; logrando escapar mucho antes de que los españoles pudieran reaccionar. Los "halcones," que habían depositado su confianza en la fuerza y la violencia, no lograron, sin embargo, ningún progreso para lograr la paz. Frustrados y llenos de enojo por su fracaso, pusieron en manos de Kino el problema; del Padre cuyos amigos la justicia de ellos había asesinado. Y con un gesto muy típico suyo. El Padre Eusebio aceptó la responsabilidad de devolver la paz a la Pimería. En pocos días, pero no sin un gran número de seguridades, volvió la paz. Un sólo sacerdote logró en pocos días lo que había traído desconcertados durante meses a los agentes de la Corona.

Uno podría esperar después que la paz y la calma habían vuelto a la Pimería, que el Padre Kino tomaría algún descanso. Pero no. En noviembre, sólo tres meses después de restablecida la paz, Kino se encontraba ya montado sobre la silla de su caballo. Esta vez su destino era la ciudad de México. Recorrió 2,000 kilómetros en siete semanas. Su visita no tenía de ninguna manera el objeto de renovar viejas amistades; se trataba de un asunto urgente: presionar para que se volvieran a abrir las misiones de California y explicar lo que realmente acontecía en la frontera.

Una buena parte de lo sucedido, la explicó el Padre por medio de un libro que escribió sobre el martirio de Saeta. Su muerte intempestiva y trágica dio pie al Padre Kino para aclarar la situación de la Pimería y para dar a conocer sus métodos misionales. Kino sabía que luchaba por su propia vida misionera; los rumores habían hecho presa tanto del hombre como de su obra. Así que desplegó todo su talento escribiendo y dibujando mapas.

Realmente, él no necesitaba demostrar su habilidad literaria, ya que el empeño de Kino se había captado el reconocimiento del general de los jesuitas, Tirso González, quién residía en Roma. Comparando a Kino con San Francisco Javier, el poderoso jefe de la orden hizo ver claramente a los superiores de la Nueva España que no se debía frenar a Kino en los extraordinarios esfuerzos que llevaba a cabo para evangelizar a la Pimería.

El Padre Kino demostró que no había perdido ni una sola de sus habilidades al hacer la defensa de un caso tan bueno. El Padre Provincial accedió a enviar nuevos operarios a la Pimería, para que la expansión pudiera continuar con el mismo ritmo y rapidez. Habiendo estado exactamente un mes en la ciudad de México, el Padre volvió a su montura para hacer el viaje de regreso. Por sus propias memorias sabemos que, a pesar de todas las aparentes desgracias y reveses que le deparaba la Providencia, Kino siempre salía favorecido. La misma escolta militar con la que había viajado a través del territorio devastado por los jocomes, había sido aniquilada en su totalidad al caer en una emboscada; con excepción del Padre Kino, quién había hecho un pequeño rodeo para ir a visitar a dos antiguos compañeros jesuitas.

Toda la Pimería resucitó al regreso del Padre Eusebio. Los jefes de lejanas tribus recorrieron cientos de leguas para reunirse con él en Dolores. Los indios que vivían en Cosari y sus visitantes se unieron para recoger las cosechas de los fértiles valles. Muchos de los que habían sido instruidos con anterioridad, fueron bautizados. En cierto modo era una pequeña demostración de lo que había significado la primera estancia de Kino a la Pimería. Ahora había unidad, amistad, trabajo, alegría y abundancia. Todo ello giraba en torno de una vida sacramental en común, en el nuevo pueblo de misión.

Sin embargo, los años que siguieron inmediatamente al levantamiento de los Pimas, en 1695, fueron turbulentos para el Padre Kino. Había que reconstruir las misiones, recobrar la confianza de los nativos y abolir las facciones. Las medidas seguidas por el pastor de Dolores no eran muy bien vistas por los otros misioneros de la región. Pronto se encendieron las plumas con acusaciones, los rostros se enrojecieron de asombro y vergüenza. Kino no era ciertamente el sujeto dócil, falto de ideas e iniciativa que debería ser, de acuerdo con las mentes idealistas e imprácticas de algunos de sus compañeros. "Su fama era demasiado grande," especialmente entre los indios. Y esto, pensaban, no debería ser así; si él realmente era un humilde religioso. Sin embargo, nada perturbaba realmente al Padre Kino. Trató con despreocupación a sus detractores, mientras actuaba con firmeza a favor de los indios que dependían de él. La Pimería, a pesar de todo esto, seguía desarrollándose tan rápidamente como antes.

Mientras los críticos de Kino discutían y se encolerizaban, él conducía incansablemente manadas de ganado vacuno y ovejas a los valles de San Pedro y Santa Cruz, con el fin de instalar un nuevo rosario de misiones. Cada una de las cuatro entradas que hizo separadamente sumaban unos 300 kilómetros de promedio. Nadie podía poner en duda que Kino pretendía seriamente hacer avanzar la frontera de las misiones hacia el norte. Y a los cincuenta y dos años de edad, su incansable vigor irritaba a algunos de sus colegas, especial mente a los que eran más jóvenes.

En mayo de 1697, el Padre, jinete incansable, apenas acababa de desmontar de su cabalgadura cuando llegó a Dolores un despacho enviado por el Padre Palacios, Provincial de México: Kino había sido destinado nuevamente a la California. La Corona española había aceptado por fin la proposición de Kino y Salvatierra de cristianizar California con la exclusiva de toda ayuda real. Los nuevos misioneros contaban incluso con la autorización poco frecuente de poder controlar a las unidades militares enviadas para proteger las misiones. Era un sueño que se hacia realidad.

Pero el sueño de un hombre es siempre la pesadilla de otro. ¿Qué sería de la Pimería sin el Padre Eusebio? La noticia del cambio fue una satisfacción para el Padre Francisco Mora, el superior inmediato de Kino en Arizpe. Pero, en cambio, para el Padre Horacio Polici, visitador en Oposura, era algo impensable; una verdadera catástrofe para el general Gironza de San Juan y Gobernador del Parral. Del norte llegaron a México muchas cartas indignadas, en una verdadera tormenta de protestas. ¡Pobre Provincial! Un mes antes Kino era condenado por los dimes y diretes y ahora deificado por los magistrados civiles!

¿Y Kino, que pensaba de todo esto? Sabía que estaba siendo sometido al tormento de una especie de potro de la obediencia; con los pies en la Pimería y el pensamiento en California. Mientras se llevaba a cabo el acalorado tira y afloja acerca de su destino, Kino escribió con serenidad al Padre General Tirso González pidiéndole pasar seis meses en cada sitio. Prefería dividir su tiempo antes que su cuerpo. Pero había una cosa que incluso el mismo Kino tenía que admitir: los mismos colonos habían llegado a apreciar la incalculable influencia de este Padre pionero. Podían haberle estorbado anteriormente, pero ahora les era necesaria su presencia.

El Padre Mora, el viejo gruñón del Valle de Sonora, se burlaba diciendo que Kino había tramado personalmente toda esta revuelta de las protestas masivas. La misma actitud de Mora proporcionó siempre una defensa irrefutable contra la oposición al Padre Kino.

Mientras los jinetes mensajeros movían las ruedas del destino, Kino obedecía las órdenes recibidas y abandonaba Dolores, la misión que hacía diez años había fundado. Cabalgó río San Miguel abajo y a través de la seca planicie hasta el río Yaqui. Allí se encontraría con el Padre Salvatierra para empezar todo de nuevo. El desierto puede ser un lugar solitario, sobre todo cuando se abandona precisamente la tierra a la que se han entregado tantos años de vida. Con todo, el Padre Kino no estaba triste; de hecho, no miraba hacia arras. Quizá debió hacerlo, porque un mensajero galopaba en su búsqueda, envuelto en un torbellino de polvo. Alcanzó por fin al Padre y le entrego nuevas órdenes especiales del Padre Provincial de México. Kino debía regresar a la Pimería, según las órdenes del mismo virrey porque el gobierno y el pueblo lo necesitaban.

En la vida del Padre Eusebio Francisco Kino este fue el momento de plenitud final. No habría más reveses porque el plan de su obra estaba decidido. Su destino fue estar en equilibrio entre dos mundos. Las nuevas órdenes recibidas lo destinaban a la Pimería, pero sólo en el supuesto de que Sonora y Arizona fueran como una base de operaciones. Sus misiones tenían que convertirse en un imperio agrícola que pudiera socorrer a California en los años de necesidad. Ahora sus exploraciones tendrían que encaminarse a buscar nuevos puertos en el Golfo. Su propia vida transcurriría más a caballo que en el santuario.

Las montañas se alzan más altas donde los valles corren más profundos. La pérdida de Kino para la Pimería habla destrozado las esperanzas de los indios, pero su anunciado retorno las había elevado nuevamente a insospechadas alturas. Guerreros y principales, mujeres y niños se dirigieron hacia el buen Padre de Dolores. Ahora se sentían con más ánimo para presentar sus peticiones, pues el leal campeón de su causa había regresado. Kino se dio cuenta y canalizó todas las energías en una peregrinación gigantesca a Baseraca, hasta los pies del Padre Visitador Horacio Polici.

Algunos indios recorrieron más de 300 kilómetros para unirse a su recibimiento. ¿Por qué no transformar sus esperanzas en una peregrinación de súplica? La triunfante y confiada columna marchó adelante, a través de Arizpe, donde el Padre Mora pudo ser testigo de la creciente popularidad de su problemático Padre. A través de los desfiladeros y los pasos de las agrestes montañas, los peregrinos llegaron, atravesando Oposura y Guásavas, hasta el mismo Padre Horacio Polici. La pacífica marcha obtuvo lo que deseaba: se les prometieron más misioneros y también soldados para integrar una nueva guarnición en Quíburi.

La expedición que salió de Dolores el 2 de noviembre de 1697, abría una nueva era en la Pimería. Muchas otras habían serpenteado por las colinas de Dolores; pero un nuevo objetivo se estaba tejiendo en la urdimbre de la vida pima: el sostenimiento de California por tierra y por mar. El Padre Kino, Manje y diez indios condujeron una recua bien abastecida de provisiones hacia el noroeste, más allá de Remedios, Cocóspera y Suamca. Atravesaron las montañas de Huachuca y finalmente acamparon en Santa Cruz de Guaybanipitea. Tras ellos llegaron el capitán Cristóbal Bernal y veintidós dragones procedentes de Fronteras. Los dos grupos se unieron para continuar hasta Quíburi, en donde saludaron al jefe Coro de los sobaípuris; quién celebraba a la sazón una victoria sobre sus hostiles vecinos los jocomes y janos. Viendo las cabelleras de las victimas y oyendo las narraciones del combate, los españoles, que habían sido poco entusiastas sobre el valor de los sobaípuris, se sumaron al festín salvaje y a la alegría. Siempre da alegría el saber que los propios aliados son fuertes y eficaces.

Desde Quíburi, los hombres al servicio de la cruz y de la corona, acompañados esta vez por Coro y treinta valientes, continuaron por el Valle de San Pedro. La ruta de la comitiva cortaba por territorio amigo y enemigo, ya que la vertiente occidental del río era tierra de apaches. Sin embargo, aparentemente, el aguijón de la derrota era aún demasiado fuerte, ya que solamente encontraron amigos. La expedición llegó al punto donde se unen los ríos de San Pedro y Gila y se dirigió hacia el oeste para buscar las grandes ruinas que se encontraban perdidas en la inmensidad del desierto. La fascinación y el misterio que había en torno de la desaparición de las antiguas tribus que construyeron las grandes casas y acueductos a orillas del Gila, aguijoneaba la imaginación de los aventureros españoles. Era sobrecogedor el hallarse con una soledad en donde antes había una vasta población humana.

El Padre Kino avanzó hasta San Andrés, el viejo Tudacsón, cerca del actual Sacatón. Los indios, pintarrajeados con pigmento rojo despertaron la curiosidad de Manje; porque un joven guerrero describió la pintura de una manera que hada pensar en el mercurio. ¡Que noticia no sería ésta la de una mina de mercurio para la industria de la plata en el norte! Alentados así sus intereses por los nuevos descubrimientos, los expedicionarios regresaron con desgano hacia el Río Santa Cruz y de allí a casa. Todos estaban entusiasmados por el buen éxito de esta entrada: Kino veía una nueva paz surgida de la fuerza de los sobaípuris: Manje sentía que se daba un paso adelante en la reducción de las naciones septentrionales; y los indios estaban más que emocionados por el cordial interés que mostraban por ellos los estupendos blancos del sur.

El plan del Padre Kino dio resultado. Los apaches fueron contenidos por el sólido muro defensivo de la Pimería. Ahora, tanto los misioneros como los militares, podían desentenderse de la frontera del Este. La tierra incógnita del oeste se extendía ante ellos can toda su desconcertante extensión y su débil rumor. Los cazadores que se aventuraban tierra adentro, hablaban de pueblos distantes, de ríos gigantescos e incluso de hombres blancos armados que cabalgaban animales astados. La misión del Padre Eusebio en Dolores había dejado de ser súbitamente el corazón de la Pimería, porque ahora las fronteras de la misión se alargaban hacia el oeste. Pimas, pápagos, sobas, cocomaricopas, opas y yumas; todas las tribus del desierto del oeste habrían de crecer habituadas a los nubarrones de polvo de las recuas del Padre Kino. Era un hombre de paz, infatigable, que empujaba una frontera ya de 650 kilómetros más allá, hacia lo desconocido.

Llegó el otoño de 1698 antes de que otra expedición importante fuera organizada. Los primeros meses del año habían sido testigos del trágico saqueo de Cocóspera por los apaches, de la rápida y bárbara represalia organizada por Coro y del retorno a la idea de la construcción del barco en Caborca. En septiembre, el Padre Kino, aunque todavía débil y agobiado por diversas enfermedades, tomó un nuevo capitán: Diego Carrasco, y siete indios fieles, para un reconocimiento del "gran río" o sea el Gila. Era su intención escalar la Sierra Estrella, pero la fiebre la abatió y durante algunos días languideció en San Andrés. Tenía también la intención de inspeccionar la costa del Golfo desde el sitio de las Estrellas, pero los nativos le explicaron que el Gila corría en derredor de estas montañas y desembocaba en el Golfo, lejos, hacia el suroeste.

Parcialmente recuperado, pero confundido por las nuevas noticias sobre el curso del río Gila, el Padre Kino, en compañía de Carrasco, hizo virar el rumbo de la expedición hacia el sur y cortó a través de la Papaguería. Oyendo los relatos de los indios se enteraron de que el camino hacia el Golfo había de ser traicionero, pero ellos estaban decididos a llevar a cabo el cometido de la entrada. Los indios de Sonoíta condujeron a los exploradores hacia el Pico Pinacate. Kino escaló sus cerros volcánicos para otear desde allí la costa del Golfo, que se dibujaba en la lejanía hacia el oeste de la actual bahía Adair. Se había equivocado acerca de los límites septentrionales de las aguas del Golfo, y el Gila desembocaba en otro río mayor en algún lugar situado al noroeste. Desde Pinacate, o Santa Clara, como entonces se le llamó, regresaron por la ruta más corta, a través de Caborca donde les esperaban provisiones y cabalgaduras de repuesto.

El ritmo del viaje era el característico de Kino. Había recorrido unos 1,500 kilómetros en poco más de tres semanas. Durante la exploración tuvo tiempo de bautizar a casi cuatrocientos niños, de instruir a otros en la fe, y de ponerse en contacto con cientos de pápagos indigentes a través de toda esa tierra árida.

Después de un descanso de tres meses en Dolores, el Padre Eusebio reclutó al Padre Adán Gilg y al capitán Manje para una nueva entrada en la Papaguería. Esta expedición no escaseaba de nada: reunió noventa animales de carga, ochenta caballos, treinta y seis cabezas de ganado vacuno, ocho fardos de provisiones y una gran hueste de vaqueros indios. Sonoíta era ciertamente un punto clave para dirigirse a cualquier parte del oeste, y ello significaba que había que construir allí un nuevo rancho de misión que fuese campamento y que sirviese de base para las exploraciones hacia el noroeste. La ingente columna recibió aún más provisiones del buen Padre Agustín de Campos, en San Ignacio, y se desplazó en derredor de las colinas hacia el valle de Altar. Acortaron un poco hacia el oeste en los flancos meridionales de las montañas de Baboquívari y acamparon cerca del fantástico pico que domina la extensión y las vistas del desierto. A los nueve días, el 16 de febrero de 1699, llegaron a Sonoíta y se prepararon para la travesía del "Camino del Diablo."

El "Camino del Diablo" es uno de aquellos viejos senderos que incluso el hombre moderno no ha vuelto a abrir. Su ruta se extiende a lo largo de un camino seco, áspero y escarpado que pasa de vez en vez por escasos puntos donde se puede encontrar un poco de agua. La irrupción en el desierto no acertó a pasar por el primer punto de agua esperado; era como si el mismo demonio estuviera dando la bienvenida a los exploradores. Cabalgaron por la noche y llegaron por fin a un tanque granítico que brillaba a la luz de la luna. Kino y Manje le pusieron por nombre el "tanque de la luna," en recuerdo de su descubrimiento realizado a media noche. Rodeados por desoladas colinas y áridas mesetas, avanzaban con rapidez de aguaje en aguaje: de "Tinajas Altas" a "Manantial Goteante." En cuatro días de duro cabalgar cubrieron más de 200 kilómetros y por fin llegaron al "Rio Grande" o Gila.

A la mañana siguiente de su llegada al Gila, unos cientos de yumas avanzaron río arriba para ofrecer a los recién llegados algunos regalos y palabras de bienvenida. Manje estaba ansioso por descender río abajo, pero Kino sintió que era mejor posponer una penetración más profunda. Había algo sorprendente en la sensibilidad de Kino para el protocolo de los indios. Pero Manje se las arregló para satisfacer su curiosidad subiendo a un pico de la región montañosa del Gila, desde el cual divisó la unión de los dos grandes ríos, el Gila y el Colorado. No se podía volver a llamar equivocadamente al Gila "Rio Grande," porque al lado del poderoso Colorado el Gila parecía un arroyo. Siguiendo el parecer del Padre Gilg, el Gila fue llamado el "Río de los Apóstoles" y cuando el trío abandonó el campamento aldeano de San Pedro, los pueblos indígenas situados a lo largo del río fueron bautizados con una letanía de nombres de los otros apóstoles. Llegando a la gran curva del Gila cruzaron el desierto y se abrieron paso por Sierra Estrella, que les condujo hasta cerca del conocido pueblo de San Andrés de Coata. ¡Qué maravilloso tiene que haber sido para los pimas el Padre Kino, al que veían, con más de cincuenta años de edad, aparecer de repente cada cierto numero de meses, por una dirección diferente!

Una vez más y a través de toda la provincia, corrió en Dolores la noticia de que el Padre Kino regresaba de unas tierras de riquezas legendarias. Todo el verano transcurrió en polémicas epistolares acerca del valor de las tierras del vasto desierto pertenecientes a España desde la exploración de Kino. Los cínicos colonos no podían ver las potencialidades de la tierra y de los pueblos del noroeste de la Pimería. Kino - decían - hacia aparecer los insectos como elefantes, y "describía unas grandezas en la tierra pima que de hecho no existían."

Durante la última semana de octubre de 1699, el Padre Antonio Leal, nuevo Visitador, y el Padre Francisco Gonzalvo, acompañaron a Kino y a Manje en una nueva entrada trazada esta vez con objeto de alcanzar la unión del Gila y del Colorado. Algunos de los acompañantes del Padre Leal cayeron enfermos en Bac y la escolta militar, bajo el mando de Cristóbal Bernal, se entretuvo en una acción conjunta con el jefe Coro contra los hostiles e importunos jocomes. Con la impaciencia de los ya experimentados aventureros, Kino y Manje corrían de poblado en poblado, esperando que las condiciones mejoraran, pero no fue así. Aunque Kino nunca expresa abiertamente sus sospechas acerca del peligro que podían encontrar a lo largo del Colorado sin el auxilio de una escolta, no le quedaba más remedio que cancelar la expedición y, en su lugar, llevar al Padre Leal por el centro de la papaguería. El desierto parecía brotar a la vida en honor del Padre Visitador: cientos de indios se desparramaban en los pueblos, a lo largo de la ruta. Fue quizá un contratiempo el no haber podido intentar la expedición a los yumas, pero también fue una buena recompensa el haber observado que el Padre Kino no se equivocaba en su valoración de las naciones pima y pápago.

Mientras los Padres Leal y Gonzalvo avanzaban penosamente por los senderos del desierto, el Padre Eusebio y el capitán Juan Mateo Manje intentaban una especie de "misión volante." Durante los cinco días que se separaron de la caravana principal, la pareja cabalgó a 80 kilómetros diarios a través del territorio que rodeaba a la ruta principal. Kino predicaba y bautizaba. Manje contaba los súbditos que se incorporaban a la Corona. Aparentemente, el cuerpo principal avanzo más rápidamente de lo que ellos habían previsto, porque todo el ultimo día con su noche, tuvieron que rastrear cincuenta leguas de árido desierto erizado de chollas. Alcanzaron a Leal y a Gonzalvo en Búsanic, durmieron cuatro horas, y se levantaron temprano para matar algunas reses, distribuir regalos y celebrar una ceremonia civil con el fin de nombrar justicias. No es de extrañar que Leal y Gonzalvo se alegraran de poder regresar a Dolores y descansar.

Pero Kino no estaba con ánimos para descansar. Algo le preocupaba desde la expedición al bajo Gila. Los vigorosos y robustos yumas le habían dado un sencillo y precioso regalo: un as conchas azules de abulón. En ese instante sonrió y agradeció a los nativos; pero necesariamente tenía que concentrarse en sus exploraciones y pensar en su supervivencia. Fue en el camino de regreso, cuando el Padre Kino se encontraba rememorando bajo el sol invernal, que la brisa salada y la marejada estrepitosa de Baja California irrumpieron en su memoria. Había visto aquellas conchas sólo una vez, quince años antes, durante la expedición cartográfica a la costa opuesta de la Isla de California. ¿Podría tratarse de una conexión? Era posible, pero no probable.

El Padre Kino dio la bienvenida en Dolores al cambio de siglo. La carga de su trabajo era pesada, y las nuevas misiones de California al cuidado de Salvatierra, necesitaban de mucha ayuda. La entrada hacia el Colorado significaba también un aumento de tareas. Dolores quedaba lejos de los nuevos centros de interés del Gila y del Colorado. Un plan prudente sería el de construir una misión más cercana a estos nuevos campos de trabajo; el Padre Kino eligió la fértil y extensa ranchería de Bac para convertirla en una base que sirviera para las futuras entradas hacia el noroeste. En 1700 se trazaron los planes para la construcción de una gran iglesia, pero la escasez de misioneros impidió el traslado del cuartel general de Kino a este lugar más apropiado.

Ninguna sangre nueva se inyectaba a la Pimería por aquellos días. La vida se hacía un poco más rutinaria. Esto duró hasta el mes de marzo. Un jefe de los pimas del Gila visitó al Padre Eusebio en Remedios, con noticias de
los pueblos de aquel río y un regalo consistente en una cruz colgante, con veinte conchas azules que le enviaba el gobernador de los cocomaricopas. La cruz fue aceptada con agradecimiento, pero una vez más las conchas hubieron de inquietar al Padre. La interrogante sin respuesta acerca de su origen hubo de agitar su mente científica.

El problema de las conchas azules continuó en estado efervescente por algunas semanas, pero entonces llegó un momento en que le exigía una respuesta. Con diez indios amigos, salió hacia los pueblos del Gila a fines de abril. En camino del río Santa Cruz abajo, le llegaron noticias de posibles disturbios en el país de los sobas. No había olvidado la trágica lección de 1695, por ello se detuvo en su avance y permaneció en San Xavier del Bac. No sería prudente de su parte abandonar la Pimería si alguna dificultad se estaba fraguando, pero aún contaba con la posibilidad de estudiar el problema de las conchas azules convocando a una conferencia. Envió pues, mensajeros hacia el norte, hacia el oeste, e incluso hacia el Este, para llamar a los grandes jefes a la "Conferencia de las conchas azules," que tendría lugar en Bac. A los pocos días el mensaje del Padre obtuvo respuesta: jefes y mensajeros llegaron con la información deseada. Las conchas azules de los yumas, no podían provenir del Golfo porque el abulón de capas azules, no se encontraba en aquellas aguas densas. Habían circulado de mano en mano, por medio del trueque, desde el lejano Pacífico. Obviamente, pues, California no era una isla; pero Kino necesitaba demostrarlo atravesándola a pie.

A principios de mayo una ráfaga de cartas expresando la opinión de Kino sobre un "camino real" a California, fue enviada a toda la provincia. Manifestaciones de aliento para una nueva expedición llegaron de todos los puntos cardinales. El 24 de septiembre de 1700, el Padre Kino y diez indios partieron de Dolores, con destino al Colorado. Tomaron la dirección noroeste por una ruta más directa hasta el recodo del Río Gila, haciéndose de nuevos amigos en el camino. En doce días llegaron al pueblo de San Pedro, en donde Kino había estado ya el año anterior con Gilg y Manje.

Es extraño que Kino continuase solo hacia el Colorado. Quizás sus compañeros de camino estuvieron demasiado ocupados o cansados por las agotadoras expediciones. Quizá no compartían ya la visión de Kino sobre la importancia de una ruta terrestre hacia California. Pero también hay que suponer que Kino no deseara exponer las vidas de los demás al lanzarse hacia lo desconocido.

Conocía a los pimas, confiaba en los cocomaricopas; pero los yumas despertaban en Kino una preocupación poco frecuente en él. ¿Sería su parecido con los californianos lo que hacía resurgir temores anteriores?

Solo y a casi 450 kilómetros de distancia de toda ayuda, escaló un pico en el otro extremo de la extensión del Gila y examine el delta del río Colorado con un telescopio de largo alcance. Se encontraba al borde de un vasto valle que podía devorarle sin dejar rastro. Los guías pimas no estaban contentos con su situación, y por otro lado el rodeo de ganado tenía que iniciarse ya, si es que realmente se quería que éste llegara a California. La exploración de largo alcance se había realizado y las recuas regresaron río arriba por el Gila. Pero al caer las últimas sombras de la tarde, los yumas dieron alcance al Padre Kino.

Si no retrasaba su regreso para visitarles, era casi seguro que ofendería a los sensibles pero poderosos pueblos yumas. Era un dilema que por un lado planteaba la cuestión de tiempo y por otro la del temor. Olvidando las preocupaciones, y dejándose guiar por su acostumbrado optimismo, el Padre Eusebio sonrió ante la insistencia y las lágrimas de los indios y consintió en ir a su pueblo, en el Colorado. Se levantó antes del amanecer, celebró misa y cabalgó río abajo encontrándose con numerosos indios que habían viajado durante la noche para encontrarle en el camino. Su caballo disminuía el paso, conforme crecía el tropel de los que venían a desearle la bienvenida. Al mediodía hizo su entrada al enorme pueblo yuma donde más de mil indios salieron a saludarle en paz. Al día siguiente, unos quinientos indios más llegaron y se corrió el rumor de que cientos de ellos se encontraban en camino desde el norte y el sur a lo largo del Colorado. Los yumas eran de estatura gigantesca y uno de ellos era el indio mas alto que Kino había visto en su vida. Tenía que ser un poco inquietante el hecho de encontrarse cautivó voluntario y complaciente de tales gigantes.

Pero la buena voluntad del propio Padre Kino y el conocimiento que tenía de las costumbres de los indios, ganaron la amistad de toda una nueva nación. Sus obligaciones le reclamaban en Dolores y hubo de marcharse, pero no sin prometer un pronto regreso. En el camino de retorno escaló aún otro pico y vio cómo la cabeza del Golfo resplandecía en aquella puesta de sol de octubre. El mismo demonio debía estar muy rabioso al ver que Kino convertía su senda de muerte en un camino de conquista, mientras tanto el Padre Juan María Salvatierra no había perdido el tiempo. Su nueva misión de Loreto, en la Baja California, necesitaba con urgencia más provisiones del continente. Con tal motivo, el industrioso misionero cruzó el Golfo y exploró la bahía de Guaymas en busca de un emplazamiento para una nueva misión y un puerto de mar. Salvatierra había recibido los informes de Kino sobre las conchas y sobre su viaje al Colorado. Embarcaba ganado a California a $300.00 por cabeza. El peor desierto del mundo hubiera permitido una ruta terrestre más barata. A fines de febrero, Salvatierra y Manje llamaban a la puerta de la casa de adobe de Kino en Dolores. Habían pasado cinco años desde que estuvieron en México y diez desde que recorrieron la Pimería tratando acerca del futuro de las misiones.

Se estaba preparando otra expedición al oeste. Pero el Padre Kino tenía que atender primero la fortificación de las misiones de la montaña, puesto que los apaches iniciaban una nueva y audaz campaña de ataques a lo largo de toda la cadena de la Sierra Azul. Conociendo con fluidez la lengua pima desde sus tiempos de misionero en Chínipas, Salvatierra siguió adelante predicando en su camino a través del valle del río Magdalena. Una semana más tarde, Kino se le unió en Caborca y juntos salieron para Sonoíta, a donde las provisiones habían sido enviadas por adelantado. Esta vez, los exploradores determinaron evitar el Camino del Diablo y encontrar una ruta directa a la desembocadura del Colorado. Lo que podía haber sido una de las expediciones más significativas en la carrera de Kino y Salvatierra fue malograda por un guía indio estúpido. Por lo visto aquel verano los guías pretendían una paga exorbitante y algunos se habían negado a indicar los lugares donde había agua en el trayecto desde Caborca. Salvatierra quería ir en línea recta hacia el oeste desde Sonoíta, lo cual les habría conducido al norte de la Sierra de Pinacate a un infranqueable desierto de dunas. Kino atendía a los guías indios que preferían un paso por el sur de Pinacate. Manje argüía y optaba por el único trayecto razonable: el Camino del Diablo.

La opinión de Kino prevaleció y volviéronse hacia el sur de Pinacate, al interior de la pavorosa meseta volcánica a que habla sido vomitada por las montañas en erupción. Todo lo que Salvatierra podía pensar era lo que parecería el mundo después de su destrucción por el fuego en el juicio final. Todo lo que ellos encontraron - salvo unos pocos indios desvalidos y algún enjuto viejo centenario - eran cenizas, rocas y los animales. Los guías recomendaron un trayecto a lo largo de la costa del Golfo; por lo que atravesaron penosamente las rocas calcinadas y la arena. Durante tres días buscaron un camino; era desesperante. El agua de Tres Ojitos, al norte del actual Puerto Peñasco resultó insuficiente y el resto de la recua que ellos habían dejado al pie de la Sierra del Pinacate tuvo que regresar para proveerse de agua. De mala gana, regresaron.

Hicieron acopio de provisiones en Sonoíta y salieron de nuevo hacia el norte, pero los guías pimas se negaron a entrar en territorio yuma. La situación no era nada buena. Pero el trío se las arregló para escalar un pico alto y escarpado al norte de Pinacate y desde su cima contemplaron una puesta de sol brillando sobre las no lejanas montañas de California. Salvatierra estaba satisfecho, pero Kino y Manje estaban descontentos. Desobedeciendo las normas que ellos mismos se habían impuesto de conquistar la tierra incógnita a base de porciones conocidas, perdieron la maravillosa oportunidad de unir inseparablemente ambas Californias ala Pimería durante su vida.

Por toda la Pimería se extendió la noticia de las nuevas confirmaciones de los descubrimientos de Kino. El infatigable trío planeó otra expedición para octubre. Pero Salvatierra tuvo que disculparse, ya que la misión de Loreto en California necesitaba caballos para explorar la costa oeste del Golfo. Manje, por su parte, fue afectado por un reajuste político cuando el general Jironza se retiró al final del verano; así, Kino se quedó solo con las riendas en la mano.

El Padre Eusebio invitó a un español a que le acompañara en el siguiente viaje al Colorado. Abandonó Dolores el 3 de noviembre de 1701, e ingenioso como siempre, descubrió una nueva ruta a través de la Papaguería, hasta San Pedro en el Gila. Cientos de yumas y pimas se agolparon en torno del misionero de habito negro como lo habían hecho el año anterior. Kino estaba en su elemento, pero cuando la caravana a avanzó hacia el sur a lo largo del Colorado, el temor hizo presa en su compañero de viaje. Transcurrió un cuarto de hora antes de que el Padre Kino se diera cuenta de que el pobre español se había escabullido temiendo por su vida. Dos vaqueros pimas salieron en su busca en los caballos más rápidos que había a la mano, pero ya no pudieron dar alcance al pobre timorata y aterrorizado hombre. Sin duda, inventaría algunos rumores especiales para justificar su cobardía. No sería esta la primera vez que llegaran rumores a la Pimería de que Kino había sido comido vivo por terribles salvajes.

El Padre Kino estaba conmovido de ver cómo los yumas y los quíquimas quedaban fascinados con la celebración de la Misa. Divertíase también con sus reacciones ante los caballos y las mulas que nunca habían visto. Cuando se les dijo a los quíquimas que los caballos podían correr más de prisa que los indios, se burlaban incrédulos. Entonces los vaqueros de Dolores prepararon una carrera y los indios quíquimas, de pies alados, se precipitaron delante de los pausados caballos; las espuelas golpearon entonces sus flancos y los corceles galoparon veloces, sacando ventaja a los asombrados aborígenes en medio de una victoriosa nube de polvo.

Los caballos podían haber sido excelentes para la expedición, pero había que desbrozar el monte que impedía pasar las tierras del río. Era obvio, que no podían nadar en las rápidas aguas del Colorado. Pero los quíquimas siguieron insistiendo para que Kino visitara sus tierras situadas al otro lado del río. Nada podía agradarle mas, ya que Kino esperaba llegar a las costas del Mar del Sur, todavía distante diez días al oeste.

Se ataron troncos secos para construir una balsa y los caballos fueron conducidos a la débil embarcación; sin embargo, los caballos se encenagaban por el peso y trataban de mantenerse en equilibrio sobre la superficie bamboleante de los troncos. El mismo Padre Kino se resistía a mojar sus botas, no porque esto le molestara, sino porque sabía la importancia de tener un buen calzado para la exploración del desierto. Los indios colocaron una gran cesta impermeable sobre la balsa y Kino, colocándose cuidadosamente en ella, se preparó para la histórica travesía del río Colorado.

Su estancia en la tierra de los quíquimas fue breve, pero acogedora. Tenía que regresar a Dolores porque el español que había desertado podía causar inauditos daños a los indios del oeste si el destacamento del Real de San Juan o de fronteras salía a buscar al "extraviado" Padre Kino. Por lo menos, Kino estaba ahora completamente seguro de que el Golfo terminaba al sur de la confluencia del Gila y el Colorado y de que una ruta terrestre a Loreto era posible. De regreso, sobre la vega oriental del río, el Padre Kino volvía cargado con doscientos fardos de provisiones así como regalos de los quíquimas. Regalos que él aceptó agradecido, pero que hubo de dar a los necesitados yumas cuyas cosechas habían sido malas aquel año.

Las noticias sobre la travesía del Colorado apenas causaron alguna impresión en la Pimería; acostumbrada como estaba a los rápidos avances del ya envejecido pero dinámico Padre a caballo. Todo el mundo se daba cuenta de la inmensa importancia de una ruta terrestre. Pero es de suponerse, que los ataques de los indios a lo largo de todo el perímetro del norte, estaban debilitando el poderío español. Nadie quedaría libre de participar en la siguiente entrada de 1702; a no ser el Padre Manuel González, el viejo y fiel amigo jesuita de Kino, el primero que lo había introducido en la Pimería.

La caravana a que se prepare en Dolores a principios de febrero era digna de los dos misioneros. Ciento treinta caballos y mulos, cargados de provisiones, constituían el núcleo de la expedición. Kino lo aumentaría en Síboda, con unas mil cabezas de ganado. Los colonos españoles debían estar atónitos al pensar que el Padre Kino, con otro compañero sacerdote y unos cuantos vaqueros podía conducir desde Dolores una cantidad tan grande de ganado en perfecta paz a través del desierto, mientras ellos no podían siquiera guardar con seguridad una cabra durante un mes.

El Padre González era el perfecto compañero de viaje. Y era acogido tan cálidamente como el mismo Kino y mostraba igual entusiasmo por la extensión de las misiones que podían fundarse en el Colorado. La pareja dirigió las recuas hacia el sur, partiendo de San Dionisio, y estudió la forma de atravesar el inmenso río. Las dificultades eran las mismas: los caballos se hundían en el fango y las balsas resultaban inútiles. Y para complicar las cosas el Padre González enfermó gravemente. El sufrimiento y el dolor siempre fueron fieles compañeros de todo misionero; de manera que, lo experimentado por el Padre González, a lo largo del trayecto no fue nada fuera de lo común para él. Pero las largas horas pasadas sobre la montura habían agravado en él una vieja propensión a las hemorroides y el duro viaje, junto con la constante exposición a los rigores del invierno habían empeorado su situación.

El Padre Kino se dio cuenta ahora, de que sería imposible cruzar el río y penetrar a la costa del Pacífico. Y había que darse prisa en hacer volver al Padre González en busca de auxilio. Se puede adivinar la urgencia que la situación reclamaba, por el hecho de que Kino se dirigió en línea recta hacia el Este, partiendo del lugar donde se hallaba en el Colorado. Se obligó así a cruzar las dunas de arena del gran desierto, el Sáhara de Sonora. Los vientos huracanados aullaban y azotaban al grupo con la punzante arena. Animales y hombres se hundían y eran absorbidos por los torbellinos de arena en movimiento, convirtiendo cada paso hacia adelante en una lenta y frustrada agonía. Habían ya recorrido penosamente unos 65 kilómetros y hallábase casi a la mitad del camino del Pico Pitaqui, cuando tuvieron que renunciar. Volviendo sobre sus pasos, se dirigieron hacia las sendas que se localizaban a lo largo del río y que ofrecían mayor confianza. El Padre González arrostró su dolo rosa situación todo a lo largo del "Camino del Diablo," Llamado así con tanta razón, especialmente para el ahora que tan penosamente lo recorría. En llegando a Sonoíta descanso durante tres días, pero su estado empeoró. Los fieles indios Pimas lo colocaron sobre una litera y lo condujeron a través de la desolada Papaguería.

Fue el Padre Ignacio Iturmendi quién salió al encuentro de la desesperada y andrajosa comitiva. El Padre González se debatía entre la vida y la muerte; nada pudo aliviarle o restaurar sus fuerzas. A los pocos días murió.

He aquí un hecho realmente curioso y significativo: aquellos tres Padres que se encontraron unidos en tan penosas circunstancias, habrían de morir en el transcurso de 10 años y los tres habrían de ser sepultados en la misma capilla aguardando durante siglos el descubrimiento de sus tumbas y los honores de la historia.

La muerte del Padre González fue un duro golpe, pero la pérdida no restó importancia a la expedición. La realidad de un paso terrestre a California era más que un sueño. Un puerto continental en el Pacífico podría, por fin, acabar con la angustia y la ansiedad de que eran presa los galeones de Manila; ello podría significar la supremacía naval en toda la costa del hemisferio; detendría el avance de Rusia en el Nuevo Mundo. Y, sobre todo, significaría una cristianización más temprana para las decenas de millares de indios que cazaban y luchaban por su existencia en los chaparrales del Noroeste.

El Padre Kino regresó del Colorado y se estableció en la rutina agobiadora de la vida del pueblo. A sus cincuenta y seis años de edad, parecería que ya era hora de aminorar la marcha. Pero no; Kino no entendía de este modo la vida. Los últimos diez años de su vida, establecieron una marca asombrosa de actividad para un hombre de su edad, e incluso para uno mas joven. Los solos relatos incompletos de sus expediciones arrojan un total de 12,800 kilómetros a caballo, a través del desierto más hostil del continente. El término medio de la marcha de una jornada era bastante más de 50 kilómetros, sin contar las incursiones a la derecha e izquierda para visitar a los enfermos, instruir y bautizar. Condujo consigo ganados vacunos, ovejas, cabras, caballos y burros. Cómo podían esos animales ser alimentados y abrevados en el desierto, es un problema que solamente el genio de Kino pudo resolver.

El Padre Kino no estuvo ya más al borde del descubrimiento. Había cruzado el Colorado; cartografiado los accesos a la costa de California, y la cabeza del golfo; había desafiado incluso al Gran Desierto. Mientras en el misterioso Oeste el se ocupaba en desentrañar lo que era rumor de lo que era realidad, las misiones fronterizas seguían luchando para mantener el paso y avanzar. Ejércitos de carpinteros, de albañiles, de granjeros y expertos en el riego se desplazaban por todos los pueblos actualizando y extendiendo la economía. Un sueño se iba convirtiendo en realidad. El Padre Kino había venido a un desierto. Vino a vivir en medio de un pueblo abandonado. Recorrió las áridas sendas. Soportó la dura y amarga crítica de los colonos. ¿Por qué no habría de hacerlo? Sabía que la paradoja del cristianismo se encontraba encerrada en la paradoja del desierto. La vida tiene mas sentido allí donde parece no tenerlo. La gente es más querida allí donde precisamente no parece haber amor. La paz es más posible allí donde el hombre reconoce la fuerza de la hostilidad.

La Pimería Alta había respondido a la visión del Padre Eusebio. Su dedicación, sus sueños y su entrega no habían contribuido tanto a cambiar la Pimería como a despertarla a la vida. Pero el Padre Kino, como todo hombre, hubo de llegar al final de su camino.

Con alegría y gratitud en su corazón, el Padre Kino entraba en Santa Magdalena en marzo de 1711. Había venido para dedicar una nueva capilla a San Francisco Javier, el santo de su devoción y el de toda la Pimería. Comenzó la misa de la dedicación y a mitad de ella se sintió desesperadamente enfermo. Después de la misa el Padre Campos ayudó al indomable misionero a llegar a la modesta casa cural, en torno de la cual se congregaron todos los amigos indios, para rogar por su salud.

La vida de Kino languideció hasta la media noche de aquel 15 de marzo, y luego abandonó el cuerpo que yacía sobre el piso de adobe. Kino murió como había vivido: en paz y pobreza, y al borde de algo mucho más grande.

El Padre Campos eligió esta capilla para lugar de su sepultura. Y a través de los siglos, desde el día de su muerte, el pueblo de Santa María Magdalena ha sido el centro de una creciente devoción a San Francisco Javier. Durante docenas de décadas, los fieles de Sonora, Arizona e incluso de Chihuahua han recorrido cientos de kilómetros, muchos de ellos a pie, con el fin de participar en la fiesta de San Francisco. Hay mucha gente que no lo comprende. Pero los etnólogos ofrecen una explicación muy sencilla: los indios han transformado la devoción del Padre Kino a San Francisco Javier, en un homenaje común al santo patrono de la Pimería Alta y al mismo Padre Pionero. ¿Y quién sabe, si en realidad tengan razón? …



Eusebio Kino
Padre de la Pimería Alta

Biografía de Eusebio Francisco Kino, S.J.
por
Charles W. Polzer, S.J.

 

Guía del Padre Kino
Vida de Eusebio Francisco Kino, S.J.
Primer Pionero de Arizona y
Guía de Sus Misiones y Monumentos

Textos por Charles W. Polzer, S.J.
Cartografía por Donald Bufkin
Versión en español de la obra original "A Kino Guide",
con adiciones apropiadas

Etiquetas