La Choya

Pueblo 5 de mar. de 2024

Decían nuestros ancestros, nuestros mayores, nuestros viejos pues, que cuando se te clavaba una choya en el pié o en la mano o el muslo o cualquier parte del cuerpo, –que es dolorosisimo y como la espina tiene una especie de gancho, se clava, entra pero no sale– decían los viejos que la única manera era orinando sobre la choya clavada a la vez que alguien más o tu mismo tratabas de sacarla.  !Y funciona!! en serio funciona. Preguntenme cuantas veces me mearon o me tocó mear a compañeros que se habían enchollado… entre tanto dolor y susto, un chorrito de orines calientitos sobre la herida, es un bálsamo! No si de que los viejos saben, si saben.

Uno aprendía a conocer los arbustos y cactus que podrían representar un peligro, a punta de espinadas, arañazos, raspones, cortadas, etc etc. Nadie te decía cuidado con los tobosos, hasta que ya tenías el pie lleno de ellos y estabas brincando de dolor. Nadie te decía, “aguas, esa rama pica, tiene espinas”, hasta que te pegaba el chingazo en la cara o en los brazos. Asi aprendimos. A tal grado que con el tiempo y la experiencia puedes subir o bajar corriendo un cerro tupido de ramajos y de cactus sin un razguño.

Cuando no andábamos en los cerros o el río, nos poníamos a jugar beisbol, cualquier pedazo de baldío servia. Nuestros campos de beisbol eran pedazos de antiguas milpas o huertas que ya no se sembraban y estaban pelones. Trazábamos las lineas con el pié, arrastrando el pié, las bases eran unos cartones con piedras encima pa que no se movieran; los guántes eran viejísimos, rotos y parchados, casi nunca nos completábamos la novena y los que no alcanzaban, a jugar con la mano pelona; los bats, eran bats recortados, quebrados, arreglados con clavos y tape, y si no había pues un palo de mezquite; las pelotas, descocidas y sin forro, enteipadas con tape negro y cuando se nos acababan, agarrábamos una cabeza de muñeca y a seguir jugando.

Todo el día jugábamos, mañana,tarde y noche. En la noche en la calle, abajo de un poste con luz. De ahí, de esos campos, de esas pobrezas, salieron varios jugadores profesionales para la liga Norte de México, la Liga Mexicana de Beisbol y la Liga Central.

El invierno era diferente. Los días mas cortos, oscurecía temprano, comenzaba a hacer frío en la noche y las salidas no eran tan frecuentes. El frío calaba, de doler los huesos. Lllegábamos temprano a la escuela, todos mocosos, lagañosos y despeinados porque nadie se bañaba en la mañana por el frío; el baño era por la tarde pa no enfermarte. Tomabas clase entre un concierto de toces, ronqueras y jaladera de mocos. Y entre todo eso, había dos que tres compañeros que iban descalzos, no había para zapatos. Mi madre juntaba los zapatos viejos de nosotros y trataba de ayudar a algunos, pero viejos y remendados, les duraban poco. El invierno en el pueblo tenia un olor muy particular: Olía a humo de hogar, olía a chimenea encendida, olía a estufa de leña, olía a estrado encendido permanentemente, olía a boiler de leña. Recorrías las calles y por donde pasabas había algo encendido con leña y salía una columnita de humo.

Y junto con el invierno, por falta de aseo principalmente, a muchos compañeros les salía roña en las manos. Era una capa se iba engrosando conforme el invierno transcurría. Cuando llegaba la primavera tenían una capa de roña tan gruesa que no les entraba una punta de lápiz, difícilmente se cortaban. Nadie se quejaba, nadie decíamos nada. Era nuestra vida, era la que conocíamos, no sabíamos de otra.

Eso era felicidad, eso era vivir en un paraíso. Y así crecimos, y así nos formamos y así de ese pueblo de esa vida, de ese paraíso ya ido, han salido reconocidos y grandes profesionistas, empresarios, maestros, abogados, arquitectos, médicos, ingenieros, artistas. Y todos agradecidos con la vida y con nuestros padres.

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