Mi barrio es Zaragoza
Por: Valentina Ruiz Lizárraga
Nunca he sabido decir si yo soy de Zaragoza o si Zaragoza es mío. Aquí nací, aquí he crecido y espero morir aquí. Y lo de que Zaragoza es mío lo digo porque mis hermanos no tuvieron la fortuna que tuve yo de nacer aquí, y por ius soli les digo que este suelo me corresponde.
Nadie tiene fecha exacta de su fundación, y aunque esa es parte importante para empezar cualquier relato que se precie de intentar ser histórico, en este caso lo paso a segundo término, porque aquí la historia de nuestras vidas, sus habitantes, se hace cada día y se disfruta, pese a las dificultades, también cada día.
Localizado en el municipio de Pitiquito, Sonora, y separado de su cabecera municipal por un camino de terracería de un kilómetro, tiene como característica principal esa separación del cauce del río Asunción. Zaragoza es para nosotros nuestro tema de conversación, nuestra alma y nuestra vida misma.
Habitamos en él alrededor de 40 familias que en su mayoría somos familiares y, en el caso de que no haya un lazo de sangre, sí lo hay de afecto y de amistad. A fin de cuentas, dicen que los amigos son los familiares que uno elige.
El suelo se ha heredado de generación en generación y así, tenemos casas de adobe y algunas, un poco más modernas, combinan adobe (de la construcción original), ladrillo y bloque de cemento. En nuestro panorama ya no encontramos como antes en el barrio las grandes huertas que le dieron vida y que sirvieron de inspiración a don José Sosa Chávez, para que en su corrido a Pitiquito le dedicara unos versos: “Pitiquito tan bonito, con fragancia de azahares, llévate tú mis cantares romántico pueblecito...” Sin embargo, las pocas huertas que quedan son atendidas con esmero por sus dueños, cuidando así una tradición que nos da vida.
Mucho tiempo tuvo que pasar para tener servicio de energía eléctrica. Mi madre nos cuenta que en 1960. año que nació mi hermano mayor, se alumbraban con lámparas de aceite. Luego comentaré por qué siguen siendo parte de nuestra vida cotidiana, aquí las lámparas no han pasado a la historia.
También pasó mucho tiempo para gozar del moderno servicio de tener agua potable entubada. Aun cuando Pitiquito fue el primer municipio de la región que contaba con tal beneficio, los pozos venían a cubrir esa necesidad, y algunos papalotes aligeraban la carga de la extracción del líquido. Menciono que aquí los papalotes y los pozos tampoco han pasado a la historia.
No fue sino hasta 1995, aproximadamente, que llegó el servicio de comunicación telefónica. Antes, sin ningún elemento para comunicarnos y escaso tiempo previo a la llegada del teléfono, lo hacíamos con radios de banda civil. Nuestro barrio sirve de acceso a otras comunidades del municipio, como la Ciénega. Félix Gómez o Puerto Libertad y toda la ranchería que se ubica, como decimos todos, “por este lado del río".
En los tiempos de la Revolución, según contaban mis ancestros, aquí pernoctó el general Lázaro Cárdenas al frente de un grupo de personas. De aquí han surgido siete presidentes municipales y, además, este barrio puede ser famoso por muchas cosas, entre las que destacan: sus quesos cocidos, las grandes carreras de caballo que aquí se celebran y a las que acuden muchas personas de varias partes del estado, pero, sin duda lo más valioso que podemos mencionar, no puede medirse ni olvidarse, la solidaridad de sus gentes.
Una de las características aún vigente de mi barrio, es que hay un lugar en la entrada del mismo donde se reúne la gente a platicar de los acontecimientos diarios. En los años treintas era muy común que la gente mayor llevara su silla o en el suelo ocupaban su lugar, encendían una fogata cuando era invierno y alrededor de ella se desarrollaban los temas. Ese lugar sigue conservando el nombre que le asignaron desde entonces: El Yuri. Ignoramos todos si tiene alguna connotación con nuestras etnias para denominar un lugar como ese, donde se platicaba. Ahora los jóvenes siguen haciendo uso de ese espacio, aunque con menor frecuencia, en contraste con nuestros antepasados. Está viva en mi memoria la respuesta que nos daban cuando preguntábamos por alguien: está en El Yuri.
De entre todos los que acudían hubo un personaje recientemente fallecido al que todos recordamos con cariño: Álvaro Lizárraga, “Alvarito", quien tenía la cualidad de ponemos un apodo o sobrenombre a todos los habitantes del barrio. En mi familia, por ejemplo, mi papá era “el rábano", mis hermanos: “el cuervito", “la modesta”, “el pajarito recién nacido" (por ser el menor) y a mí me llamaba “la marciana". Tal vez nunca supo nuestros verdaderos nombres, así como tampoco nosotros supimos en realidad muchos significados de los apodos, pero a él no se le olvidó ninguno hasta el día de su muerte.
En efecto, el vivir en un barrio “al otro lado del río” nos da una cualidad que a veces se olvida en las grandes ciudades, la de saber ser buen vecino. No todos profesamos la misma religión, ni todos pertenecemos a un mismo partido político, sin embargo, nos respetamos mutuamente. Así se logra que no haya diferencias.
La ubicación del barrio nos ha hecho pasar por muchas vicisitudes que no caben en un texto como este, pero que se van acumulando en un mejor archivo, la memoria de cada habitante de Zaragoza y en las muchas fotos tomadas que también han quedado como testimonio gráfico de lo que aquí relato.
Las historias del río que crece son únicas. Cómo no recordar a la madre que es cruzada en una carreta de mulas en medio de una gran corriente para ir a dar a luz a su hijo, buscando mejores condiciones para ello. O el aviso, con la consecuente desesperación, de que un familiar ha muerto en el pueblo y se debe buscar el momento en que la creciente baje para pasar. Cómo no recordar el fallecimiento de algún habitante del barrio que debió ser cruzado en una pequeña cama de fierro, a través del puente del ferrocarril a muchos kilómetros de aquí, para que fuera sepultado en el panteón municipal, o las vidas cobradas, por lo menos dos. durante las grandes avenidas. O la enfermedad de mi hermano, que, en un frío día de enero, en plena equipata padeció de pulmonía, y que a decir del doctor Gastón Cano Ávila, que andaba de cacería por estos rumbos y que fue llamado en nuestro auxilio (tal vez ni lo recuerde), la única inyección de penicilina que había se le aplicó, le salvó la vida, mientras esperamos que otro médico con los medicamentos apropiados en mano, pudiera pasar.
Sin duda las historias más inolvidables se dieron en las grandes crecientes del río Asunción entre 1978 y 1979. Durante tres meses el río recibió agua en grandes cantidades, ya que justamente antes de llegar al área del barrio, se unen en su andar las aguas del río Magdalena y del río Altar, así que la cantidad a veces impedía que cruzáramos a pie. Cabe aclarar que cuando no es tanta la corriente cruzamos a pie. En el verano sin mayor problema, pero en el invierno se acalambran los pies y las piernas con el agua tan fría.
En esa época, al no tener para cuándo acabar las “equipatas" y lluvias regionales, se pensó en construir algún sistema mediante el cual pudiéramos pasar a la escuela, los que estábamos cursando alguna y al trabajo nuestros padres. Así lúe que se hizo una canastilla, primero con una llanta de carro.
En las grandes ciudades o lugares turísticos se les llama teleféricos o funiculares, aquí cuando mucho le llamamos “la canastilla". Se colocaron tripiés a cada lado del río, se consiguió un gran cable de acero y con el sistema de “rondanilla" se impulsaba. Después, viendo que todo operaba bien, se optó por construir una canastilla de fierro en el que cómodamente sentadas cabíamos cuatro personas y el impulso se daba según el momento en que se cruzara, de distintas formas: en el día se colocaba un vehículo al que le quitaban la llanta y, únicamente con el “rin", con sólo poner el cambio de velocidades en “reversa” o “primera” pasábamos de un lado a otro.
Cuánto nos costaba, una cuota módica para contribuir con el gasto de la gasolina. Cuando no había dinero (casi nunca, pues no había trabajo por la lluvia o por la falta de paso), pues era gratis, al fin y al cabo, no faltaría quién cubriera, incluso el mismo Ayuntamiento, como una forma de dar un servicio a esta comunidad. Otra manera de impulsarla era que solidariamente el que se encontraba en un lado del río apoyaba al otro que deseaba pasar, al grito de: “¿hay alguien allá?”, porque en la oscuridad no se veía nada. Por último, el más osado, el que pasaba a visitar a su novia al barrio o viceversa, de éste al pueblo, o al baile, ni hablar, confiando en la fuerza de sus brazos se subía y se impulsaba jalando el cable o “mecate" correspondiente.
Hubo historias de caídas que llegaron a poner en riesgo la vida. Como cuando el mayor de mis hermanos quedó solo en medio de la corriente, que, al ser en ese momento muy ancha, colgó demasiado el cable y cayó al agua. Por fortuna pudo contarla. Cobró tanta buena fama nuestro sistema de transporte, que todavía se cuenta una anécdota del presidente municipal de ese tiempo, mi padre, un hombre bromista que platicaba que estaba en el palacio municipal cuando le llamó el presidente de Caborca y le dice: Ya supe que tienes un “funicular”. Mi padre le contestó: así es (ya que él mismo iba a la presidencia cruzando el río de esa forma) y su colega le dijo: te lo compro, a lo que mi padre le contestó: pues te lo vendo. En ese momento volteó rápidamente a ver a su secretaria y le dijo: Lorenia, busque inmediatamente en el diccionario lo que significa la palabra “funicular", porque lo acabo de vender. Todavía en una radio de Caborca esta semana contaron esa historia.
Otro acontecimiento importante de la época fue cuando el río se llevó los postes a través de los cuales está tendido el cableado para el suministro de luz y estuvimos buen tiempo sin el servicio. Esto ocurre periódicamente, por eso comentaba líneas arriba que aquí las lámparas de aceite no han pasado a la historia y forman parte de nuestro inventario doméstico. Igualmente es común que la corriente arrastre la tubería del agua potable y nos quedemos sin el servicio durante varios días. Por eso aquí siguen manteniéndose en operación algunos pozos de los llamados “de luz” o algunos equipados con papalotes como en mi casa. Como decía, tampoco los pequeños pozos y los papalotes han pasado a la historia aquí.
Fue por esa misma época que, al quedarnos ya sin comida y al no haber forma de conseguir alimentos, cada familia compartía a la otra lo que tenía en mayor cantidad. Así, se intercambiaba frijol, azúcar, café y en caso extremo se recurrió a comer lo que la naturaleza nos daba, como el comer verdolagas o “petotas" que brotaban solas como beneficio de las abundantes lluvias. Pero llegó un momento que algo tenía que hacerse y el presidente municipal optó por comprar alimentos que, debidamente empaquetados, nos llegaron en una avioneta rentada exprofeso para ello de la vecina Caborca. Desde el otro lado llegaron las indicaciones por el radio de banda civil, que funcionaba en nuestra casa, gracias al entusiasmo de mi hermano Ricardo por ese tipo de comunicación y que tuve la fortuna de operar en servicio de mi barrio durante muchas largas horas de la noche, sobre todo cuando había el riesgo de que el río creciera más hacia nuestro barrio y en ocasiones como esta, en que había que recibir instrucciones del lugar preciso de aterrizaje del avión, para que entre todos se limpiara el terreno debidamente.
Al habérsenos agotado no sólo el alimento del cuerpo, sino el del alma, pues ya no teníamos libros que leer, mis hermanos y yo le pedimos a mi padre que incluyera en el paquete algunos libros y revistas para aprovechar el tiempo (pues no había luz y. si hubiese habido, no teníamos televisión en aquellos años). Así que buscó en Caborca el citado material de lectura. Luego llegó el momento de aterrizaje del pequeño avión piloteado por el experto Marcos Arocha y sin contratiempo llegaron las despensas y, como ocurre en estos casos, todos nos arremolinamos en torno a las cajas. Lo primero que empezaron a repartirse los demás niños y jóvenes del barrio fueron nuestros libros y revistas. No importó, al fin de cuentas todas circularon en las distintas casas para acabar con el aburrimiento.
Era común, cuando se iba al pueblo a disfrutar del baile en fin de semana, que muchos jóvenes tuvieran que cruzar el río porque alguna sorpresiva corriente había llegado y algunos no cruzaron a tiempo, ya sea de ida o de regreso. Guardo en mi recuerdo la ocasión en que acompañada de mi hermana y mi hermano mayor, fuimos en el verano al baile de Pitiquito. Hubo mucha lluvia en esas horas del baile y de pronto llegó el aviso: va a llegar mucha creciente. Salimos rápidamente, dejamos el vehículo en que fuimos en algún lugar con un pariente y empezamos a caminar hacia nuestro barrio. Fue la situación más angustiante que he vivido, pues de noche con lluvia, no se sabe si lo que vemos en el suelo es charco o es ya la creciente. Nos Confiamos en que eran charcos y en el momento de cruzar el centro del río nos llegó una gran corriente de agua que hacía que mi hermana y yo gritáramos desesperadas. De no ser por la fuerza de mi hermano y el apoyo de tres personas más (una del barrio y dos del pueblo), que en ese momento checaban la posible llegada de creciente, pudimos salir al otro extremo, no sin antes jurar que no volveríamos a cruzar de noche.
Las historias más recientes nos hacen recordar y agradecer a un personaje del barrio que en todo momento ha estado en estas circunstancias: Alfonso Grijalva, el Chay, quien, sin ser oriundo del barrio, se casó con una muchacha que sí lo era. Él es uno de los personajes centrales de cada situación que ocurría en torno al río. Participó junto con el Güero Ruiz en la instalación de la canastilla y después con sus carros ha dado servicio de traslado de un lugar a otro, para acudir a la escuela o al trabajo, pues sus carros tipo grúa tienen doble tracción y es más fácil cruzar. Lo curioso es que para que no se moje el motor, pasa en reversa la corriente.
El 16 de septiembre de 2007 había que ir al desfile y al informe y se dedicó a pasarnos, con el carro sin toldo, prácticamente sólo con el motor y el asiento, y sin faltar una bandera ondeando en lo alto del mismo, todos cumplimos con nuestras obligaciones cívicas, pues se hizo fila para acceder al servicio, desde niños hasta personas de 80 años. Estuvo presto a regresar al pasaje en la tarde con el mismo procedimiento.
Cuando el río crece, el ánimo no decae. Si no se puede cruzar por ningún medio, la gente se reúne para ver el paso del agua. Incluso, percibimos por conocimiento natural qué lluvia nos traerá agua y cuál no, dependiendo de la ubicación y de la cantidad que se vea caer a la distancia, así que hasta podemos darnos el “lujo" de ir a esperarla, para ver la espuma que antecede a su llegada. Después, cuando se ve que por lo menos en todo un día no habrá cruce, sobre todo si es fin de semana, se instala alguna carpa, si la hay. La familia que tiene pollo lo aporta, o la que tiene carne para asar hace lo mismo, y todos acudimos a la celebración de la llegada del agua o simplemente por el placer de reunirnos. Por supuesto, si en alguna casa hay alguna cerveza (siempre la hay), también se brinda con la comida, aunque, si son varias, surge peligrosamente el ánimo para que algún osado cruce el río, no importa si da el agua al cuello, para ir por más bebida. Así que la gente del pueblo (de Pitiquito) piensa que nosotros nunca tenemos limitaciones cuando corre el río y por eso en los reportes de protección civil jamás aparecemos como un lugar incomunicado.
Es bueno destacar, también, que nada hace que se pierda la picardía de la gente de mi barrio, pues cuando alguna persona que no conoce mucho el terreno intenta cruzar por no ser mucha la corriente y su carro se queda atorado, todos entran a apoyarlo. Si no se ve muy preocupado, con sólo una expresión dejan de hacer el mayor esfuerzo y alguien dice: “oigan, parece que está llegando más agua. Si dice otro, parece que el río crece más...”, entonces, más mortificado que antes, el dueño del vehículo se baja y empieza a repartir el queso, si es lo que trae como carga, o en el mejor de los casos algunos billetes, y eso hace que automáticamente todos empujen más fuerte y el carro sale porque sale.
Actualmente Zaragoza no tiene ninguna calle pavimentada, y en fecha reciente se hicieron algunos metros de guarnición, por lo que es probable que dentro de poco la fisonomía original de sus calles cambie, mismas que como se aprecia, tienen sólo nombre relativos al periodo de la Independencia: Aldama, Allende, Guadalupe, Mina, Guerrero y la de acceso, que viene desde que nace Pitiquito en entronque con la carretera internacional y concluye aquí en calle Zaragoza.
En estos tiempos somos celosos guardianes de la palabra barrio, porque cuando debemos hacer algún trámite en que deba anotarse el domicilio y nos preguntan nombre de calle, número y colonia, nos defendemos diciendo que el nuestro es un barrio, no colonia, y quien nos solicita el dato no tiene idea de lo maravilloso que es para nosotros seguir defendiendo no sólo la palabra, sino lo que en esencia es nuestro barrio de Zaragoza.