Poeta de vida silenciada: Manuel Acuña

Historia 6 de dic. de 2022

Hombre de complexión delgada, de frente amplia, de cabello oscuro, peinado hacia atrás por la mano que sobre sus ondulaciones se posaba; era de cejas pobladas, ojos grandes, nariz afilada, boca chica, coronada con un bigote recortado. Usaba levita oscura y era presto al andar. Manuel Acuña nació en Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849, en el seno de una familia de modestos recursos. Era hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro. Inició sus estudios en el Colegio Josefino de su ciudad natal y a los 16 años de edad viajó a la Ciudad de México para inscribirse como interno del Colegio de San Ildefonso. Acuña evoca del siguiente modo su partida: “Sus brazos me estrecharon y después a los pálidos reflejos del sol que en el crepúsculo se hundía, sólo vi una ciudad que se perdía con mi cuna y mis padres a lo lejos”.

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En 1868, Manuel se inscribió en la Escuela de Medicina, ubicada en el antiguo Palacio de la Inquisición, en la plaza de Santo Domingo. Al principio, alquilaba una modesta habitación en el ex-convento de Santa Brígida, pero después consiguió avecindarse en un cuarto del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo que años atrás había ocupado Juan Díaz Covarrubias, fusilado por los conservadores en Tacubaya el 11 de abril de 1859. Allí lo visitaban otros jóvenes talentosos, como Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santamaría, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales. De naturaleza triste, pero jovial en el trato y certero en sus palabras, a Acuña no le faltaba el corro de amigos que lo admiraban y hacían la vista gorda a sus extravagancias. No le faltaban miradas, oídos y voces que ponderaban la calidad de sus escritos. Cursaba el cuarto año de estudios, cuando la pasión contenida apagó eternamente su inspiración y su poesía.

La tarde del viernes 5 de diciembre de 1873, Juan de Dios Peza y Manuel Acuña paseaban por la Alameda. El viento constante y juguetón desprendía las hojas amarillas de los fresnos y de los chopos. Acuña miraba con tristeza las hojas caídas y entonces le dio por recitar “El Génesis de mi vida”. Luego, sentados ambos, Acuña dictó a Peza el soneto “A un arroyo”, que vendría a ser el último de su autoría. A la hora del crepúsculo se encaminaron por las calles de la ciudad. Al despedirse en el umbral de una casa de la calle de Santa Isabel, se dijeron lo siguiente:

—Mañana a la una en punto te espero sin falta.

—¿En punto?— le pregunté.

—Si tardas un minuto más...

—¿Qué sucederá?

—Que me iré sin verte.

—¿Te irás adónde?

—Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.

Peza quedó atribulado por la enigmática solicitud de Acuña, sin poder preguntar los detalles de su disposición. En el corazón, sintió la punzada de un mal presentimiento. En la negra noche, Acuña dio cuenta de numerosos papeles que había en su habitación. Rompió algunos, mientras que dejó que el fuego consumiera otros. Además, escribió cartas, una era para su madre, otra para Antonio Coellar, otra más para Gerardo Silva y dos más para amigas cercanas. Al día siguiente, se demoró más de la cuenta en la cama, pero al fin se levantó, ordenó su espacio, salió a darse un baño y alrededor de las doce del día, regresó a su habitación. Entonces, escribió con letra firme el siguiente mensaje: “Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable —Diciembre 6 de 1873.— Manuel Acuña”. Todavía salió a los corredores del edificio para intercambiar algunos comentarios con los estudiantes que pasaban. A las 12:30 se encerró en su habitación e ingirió una dosis de cianuro de potasio, suficiente para arrancarle la vida y la tristeza.

Juan de Dios Peza hizo lo posible por llegar puntual a la cita, pero un amigo lo entretuvo al ingresar en el edificio de la escuela. Cruzó el umbral del cuarto número 13 del segundo patio; sobre la mesa había una lámpara encendida y Acuña reposaba en su cama, como si estuviera dormido. Peza tocó la frente de su amigo y la sintió tibia, no obstante, al mirar la quietud del cuerpo, levantó uno de sus párpados y la pupila dilatada le anunció la terminación de una vida. En la mesita de noche había una vela y junto a esta un vaso sobre el que reposaba el papel con el mensaje del suicida. Al inclinarse para leer el texto, el olor agrio del veneno lo hizo confirmar su sospecha. Con desesperación, pidió auxilio a los estudiantes y a los médicos vecinos. En vano trataron de reanimarlo. Acuña se había ido.

Las autoridades de la escuela tomaron conocimiento del deceso y a las cuatro de la tarde el juez Gaxiola autorizó que se practicara la autopsia en la propia Escuela de Medicina. Los poetas visitaron a su amigo muerto en la antigua capilla del edificio. Alejandro Casarín preparó la máscara mortuoria con yeso blando y también dibujó a lápiz el último retrato de Acuña, cuyo cuerpo fue velado desde el sábado hasta el siguiente miércoles, cuando se dispuso su entierro. Aquel fue todo un acontecimiento, por mor de la muerte apresurada, pero sobre todo, por el aprecio al genio y a la poesía de Acuña. Multitud de coronas y ramos de flores dieron cuenta de la extraordinaria sensibilidad que propició su deceso. De forma anecdótica, resalta el hecho circunstancial, atribuido a la química del embalsamamiento, que de los ojos de Acuña brotaban minúsculas gotas que la gente interpretó como lágrimas de quien, estando muerto, seguía expresando sus sentimientos. Más aún, el prodigio recordaba su verso: “¡Cómo deben llorar en la última hora/ Los inmóviles párpados de un muerto!”.

La mañana del miércoles 10 de diciembre, la gente llenó la plaza de Santo Domingo. En el recinto de la escuela se encontraban presentes algunos miembros de sociedades científicas, literarias y obreras. También se distinguía a profesores e intelectuales destacados, como Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y el director de la Escuela, Leopoldo Río de la Loza. A las diez de la mañana, los amigos cercanos de Acuña cargaron en hombros el cuerpo para conducirlo a su última morada. El silencio, los susurros y la consternación caracterizaban el ambiente. Detrás de Acuña iban los representantes de las sociedades literarias “Liceo Hidalgo”, “Concordia” y “Porvenir”, así como de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y del Gran Círculo de Obreros. En orden sucesivo, marchaba un elegante carro fúnebre, adornado con una lira dorada de cuerdas rotas y una corona de flores. Más atrás, continuaba un largo cortejo de carruajes particulares. Todos recorrieron las calles de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real para proseguir en línea recta al cementerio del Campo Florido.

En las afueras del camposanto se instaló un podio, donde se pronunciaron discursos por parte de los jóvenes Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho, así como también de Gustavo Baz y Justo Sierra; este último inició su alocución diciendo: “Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora/ De un porvenir feliz, todo en una hora/ De soledad y hastío,/ Cambiaste por el triste/ ¡Derecho de morir, hermano mío!”. Después de Sierra, tomaron la palabra los señores Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo, a nombre de la sociedad literaria “El Porvenir“; también José Rosas Moreno, quien leyó una hermosa poesía. Los discursos prosiguieron y la última intervención la hizo Juan de Dios Peza, quien habló a nombre de los amigos íntimos de Manuel. A las doce del día, el ataúd de Acuña descendió a la cavidad oscura y fría del reposo eterno.

Partió el poeta, pero dejó como legado su poesía. Sus contemporáneos Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y Manuel Ocaranza, entre otros, se encargaron de mantener vivo su recuerdo. Los versos que escribió encierran una profunda sensibilidad y esta cualidad reaviva su expresividad de una generación a otra. Dicen que murió a casusa del amor no correspondido de Rosario de la Peña. Lo cierto es que en sus últimos días, Manuel Acuña robaba horas de más al sueño para leer y escribir; durante la convivencia cotidiana, se mostraba atento y simpático con sus amigos, pero en el fondo de su ser abrigaba una profunda melancolía. Acuña escribió con el alma y murió de sentimiento, no sin antes irradiar la delicada trama de sus palabras, voz del espíritu romántico de su época.


Selección poética

Nocturno a Rosario

Por Manuel Acuña

I

¡Pues bien! yo necesito
decirte que te adoro
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.

II

Yo quiero que tu sepas
que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías,
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.

III

De noche, cuando pongo
mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero
mi espíritu volver,
camino mucho, mucho,
y al fin de la jornada
las formas de mi madre
se pierden en la nada
y tú de nuevo vuelves
en mi alma a aparecer.

IV

Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
y te amo y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.

V

A veces pienso en darte
mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos
y hundirte en mi pasión
mas si es en vano todo
y el alma no te olvida,
¿Qué quieres tú que yo haga,
pedazo de mi vida?
¿Qué quieres tú que yo haga
con este corazón?

VI

Y luego que ya estaba
concluido tu santuario,
tu lámpara encendida,
tu velo en el altar;
el sol de la mañana
detrás del campanario,
chispeando las antorchas,
humeando el incensario,
y abierta allá a lo lejos
la puerta del hogar...

VII

¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un Dios!

VIII

¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida;
y al delirar en ello
con alma estremecida,
pensaba yo en ser bueno
por ti, no más por ti.

IX

¡Bien sabe Dios que ese era
mi mas hermoso sueño,
mi afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer;
bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!

X

Esa era mi esperanza...
mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo
que existe entre los dos,
¡Adiós por la vez última,
amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas,
la esencia de mis flores;
mi lira de poeta,
mi juventud, adiós!

Historia del pensamiento

Por Manuel Acuña

Cuando a su nido vuela el ave pasajera
a quien amparo disteis, abrigo y amistad
es justo que os dirija su cántiga postrera,
antes que triste deje, vuestra natal ciudad.

Al pájaro viajero que abandonó su nido
le disteis un abrigo, calmando su inquietud;
¡oh! Tantos beneficios, jamás daré al olvido
durable cual mi vida será mi gratitud.

En prueba de ella os dejo lo que dejaros puedo,
mis versos, siempre tristes, pero los dejo así;
porque pienso, a veces que entre sus letras quedo,
porque al leerlos creo que os acordáis de mí.

Voy, pues, a referiros una sencilla historia.
Que en mi alma desolada, honda impresión dejó;
me la contaron... ¿Dónde?... es frágil mi memoria...
Acaso el héroe de ella... o bien, la soñé yo.

Era una linda rosa, brillante enredadera,
tan pura, tan graciosa, espléndida y gentil.
Que era el mejor adorno de la feliz pradera,
la joya más valiosa del floreciente abril.

Al pie de ella crecía un pobre pensamiento,
pequeño, solitario, sin gracia ni color;
pero miró a la rosa y respiró su aliento
y concibió por ella el más profundo amor.

Mirando a su querida pasaba noche y día.
Mil veces ¡ay! Le quiso su pena declarar;
pero tan lejos siempre, tan lejos la veía,
que devoraba a solas su pena y su pesar.

A veces le mandaba sus tímidos olores,
pensando que llegaba hasta su amada flor;
pero la brisa, al columpiar las flores,
llevábase muy lejos la pena de su amor.

El pobre pensamiento mil lágrimas vertía,
desoladoras lágrimas, de acíbar y de hiel,
mientras la joven rosa, sin ver a otras crecía,
y mientras más crecía, más se alejaba de él.

Llega un jazmín en tanto a la pradera bella,
también él a la rosa al punto que la vio;
pero él fue más dichoso, pudo llegar hasta ella,
le declaró su pena, y al fin la rosa amó...

¿Comprenderéis ahora al pobre pensamiento,
al ver correspondido a su feliz rival?
¿No comprendéis su horrible, su bárbaro tormento
al verse condenado a suerte tan fatal?

Después lo trasplantaron; vivió en otras praderas
indiferencia, olvido y hasta placer fingió:
miraba flores lindas, brillantes y hechiceras,
pero su amor constante y fiel compareció.

Por fin una mañana, estando muy distante,
el céfiro contóle las bodas del jazmín;
él escuchó sonriente, y ciego y delirante,
loco placer fingiendo, creyó olvidar al fin.

Pero al siguiente día con lágrimas le vieron
las flores, e ignorando su oculto padecer;
"Tú lloras, pensamiento, tú lloras", le dijeron:
"No es nada, contestóles, es llanto de placer".

...................................................

Ved la sencilla historia que os ofrecí contaros,
acaso os entristezca pero la dejo así;
adiós, adiós, ya parto; me atrevo a suplicaros
que la leáis a solas y os acordéis de mí.


Ya sé por qué es

Por Manuel Acuña

Dolora a Elmira

Era muy niña María,
todavía,
cuando me dijo una vez:
-Oye, ¿por qué se sonríen
las flores tan dulcemente,
cuando las besa el ambiente
sobre su aromada tez?
-Ya lo sabrás más delante
niña amante,
le contesté yo, y una mañana,
la niña pura y hermosa,
al entreabrir una rosa
me dijo: ¡Ya sé por qué es!

Y la graciosa criatura
blanca y pura
se ruborizó y después,
ligera como las aves
que cruzan por la campiña,
corrió hacia el bosque la niña
diciendo: ¡Ya sé por qué es!
y yo la seguí jadeante,
palpitante
de ternura y de interés,
y... oí un beso dulce y blando,
que fue a perderse en lo espeso,
diciendo: ¡Ya sé por qué es!

Era muy joven María,
todavía
cuando me dijo una vez;
-Oye ¿por qué la azucena
se abate y llora marchita
cuando el aura no la agita
ni besa su blanca tez?
¡Ya los sabrás más delante,
niña amante,
le contesté yo... después!
Y mas tarde ¡ay! una noche,
la joven de angustia llena,
al ver triste a una azucena,
me dijo: ¡Ya sé por qué es!

Y ahogando un suspiro ardiente,
la inocente
me vio llorando... y después,
corrió al bosque y en el bosque
esperó mucho la bella,
y al fin... se oyó una querella
diciendo: ¡Ya sé por qué es!
Era muy linda María,
todavía,
cuando me dijo una vez:
-Oye, ¿Por qué se sonríe
el niño en la sepultura,
con una risa tan pura,
con tan dulce sencillez?
Ya lo sabrás más delante
niña amante,
le contesté yo... después!

Y... murió la pobre niña,
y en vez de llorar, sonriendo,
voló hacia el azul diciendo,
¡Ya sé por qué es!

Ya lo ves mi hermosa Elmira,
quien delira
sufre mucho, ya lo ves!
Y así, ilusiones y encanto,
ni acaricies ni mantengas,
para que, al llorar, no tengas
que decir:
¡Ya sé por qué es!


La ausencia del olvido

Por Manuel Acuña

Dolora a Lola

Iba llorando la Ausencia
con el semblante abatido
cuando se encontró en presencia
del Olvido,
que al ver su faz marchitada,
le dijo con voz turbada:
sin colores,
-"Ya no llores niña bella,
ya no llores."

Que si tu contraria estrella
te oprime incansable y ruda
yo te prometo mi ayuda
contra tu mal y contra ella".
oyó la Ausencia llorando
la propuesta cariñosa,
y los ojos enjugando
ruborosa,
-"Admito desde el momento
buen anciano".
Le dijo con dulce acento.
"Admito lo que me ofreces
y que en vano
he buscado tantas veces,
yo que triste y sin ventura,
la copa de la amargura
he apurado hasta las heces".
Desde entonces, Lola bella,
cariñosa y anhelante
vive el Olvido con ella,
siempre amante;
y la Ausencia ya no gime,
ni doliente
recuerda el mal que la oprime;
que un amor ha concebido
tan ardiente
por el anciano querido,
que si sus penas resiste,
suspira y llora muy triste
cuando la deja el Olvido.

La felicidad

Por Manuel Acuña


Un cielo azul de estrellas
brillando en la inmensidad;
un pájaro enamorado
cantando en el florestal;
por ambiente los aromas
del jardín y el azahar;
junto a nosotros el agua
brotando del manantial
nuestros corazones cerca,
nuestros labios mucho más,
tú levantándote al cielo
y yo siguiéndote allá,
ese es el amor mi vida,
¡Esa es la felicidad!...

Cruza con las mismas alas
los mundos de lo ideal;
apurar todos los goces,
y todo el bien apurar;
de lo sueños y la dicha
volver a la realidad,
despertando entre las flores
de un césped primaveral;
los dos mirándonos mucho,
los dos besándonos más,
ese es el amor, mi vida,
¡Esa es la felicidad...!

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