Porque no me gusta el invierno

Por Miguel Mendez

Inicia la temporada invernal y comienza mi sufrimiento. Ya en alguna ocasión comenté que no me gusta el frío para nada, que soy feliz en el calor, soy del desierto, ahí nací, ahi crecí correteando entre cactus, ocotillos, mezquites, paloverdes, Hediondilla, choyas, sahuaros, tobosos, cadillos, vinarama, etc etc. entre cerros, piedras y rocas calientes. Una de las delicias más grandes en mi vida ha sido el día, el tan esperado día en que por fin podía “descalzarme” o quitarme los zapatos y descalzo pisar la tierra, las piedras, etc. Ese día lo añoraba durante todo el invierno, y cuando por fin llegaba y mi madre me autorizaba a quitarme los zapatos, era señal de que ya podíamos darle el adiós oficial al frío y la bienvenida al calor.

Aunque a decir verdad el gusto duraba poco porque cuando comenzaba a calentar de verdad, la tierra, el suelo, las banquetas ardían y teníamos que correr de una sombrita a otra; y a ponernos tenis, o lo que hubiera. Fuí de los afortunados que tenía zapatos y tenis, varios amigos y compañeros no tenían y pasaban invierno y verano sin zapatos. Había mucha pobreza pero un chingo de felicidad, éramos iguales, con zapatos o sin zapatos, jugábamos juntos y teníamos los mismos derechos unos y otros, nunca que yo recuerde nos hicimos más o nos hicimos menos unos a otros.

Las diferencias surgían en los talentos. Como debe ser y qué lastima que ya no es. Las diferencias estaban en lo bueno o malo que eras para las canicas, el trompo, para correr, para trepar árboles, para jugar beisbol. Ahi no había diferencias económicas o sociales. Había talento, destreza, aptitudes y punto. Y tampoco había envidias, nos reconocíamos unos a otros y respetábamos a cada quien en su habilidad: Sabíamos perfectamente quién era bueno para qué. Y hasta la fecha seguimos siendo excelentes amigos y seguimos coincidiendo, en pláticas, en torno a un asador y unas hieleras, “lo buen pitcher que era fulano”, “el mejor tercera base que ha habido, fulano de tal”, “a fulano nadie le ganaba a las canicas”, etc etc.

Durante el verano era casi obligatorio traer una “onda” colgada al cuello o en la bolsa del pantalón. Una resortera pues. Made in home. Aprendí a hacerlas muy chamaco, viendo. le robaba un cuchillo de la cocina a mi mamá y salía a buscar una horqueta que sirviera, preferentemente de mezquite o de paloverde, el grosor de la V tenía que ser el indicado; lo siguiente era comprar los hules con Cuchai, el llantero del pueblo, eran los mejores, y era preferible comprárselos a él porque ya tenía el par cortado y con los amarres respectivos;  luego buscaba unos zapatos viejos de cuero y a quitarle la lengua, para hacer  “la caja” de la resortera. Al final obtenías una “onda” a tu gusto, un cuchillo sin filo, un par de zapatos, uno con lengua y otro sin lengua y una regañada por el cuchillo sin filo. Ah pero que felicidad, y a cazar pájaros en el arroyo o al río.

Nos juntábamos un grupo y salíamos a “cazar” al río y así persiguiendo una paloma a veces y sin darnos cuenta llegábamos a la Estación por un lado o a la altura del Campo de Miguel Méndez por el otro; es decir sin querer queriendo caminábamos unos cinco kilómetros. No cazábamos nada, salvo una que otra vibora que nos salía al paso. Y a caminar de regreso otros cinco km pata llegar a la casa a tiempo de comer o de la cena.

Llegaba, me sentaba, me servían de comer y me preguntaban: “Donde andabas, que hiciste?” y respondía: “Aquí en la plaza, haciendo nada”.

Y así “haciendo nada” se nos pasaba el verano.

Si quieren que le siga y les gusta, por favor díganmelo y les cuento cuando te enchollabas o de la roña.

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