San Diego de Alcalá
Patrono de los hermanos legos franciscanos
Gozó en vida de fama de santidad y gracias a la ciencia infusa que recibió de Dios, resolvía los más complejos problemas doctrinarios
El sacerdote e historiador Pedro de Ribadeneyra SJ, al narrar la vida de fray Diego, llama la atención al hecho de que en las órdenes religiosas, “especialmente en la del seráfico padre san Francisco, ha habido tantos religiosos legos que han florecido con extremada santidad”. Y da una razón para ello: “Porque como el estado de los legos es más aparejado [apto, idóneo] para ejercitar la humildad, la caridad y la oración, que son las tres principales virtudes del religioso, y como una breve suma de todo lo que debe hacer para consigo y para con los prójimos y para con Dios; los que se saben aprovechar de este estado, con menos trabajo y dificultad salen eminentes en estas tres virtudes”.
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Otra consideración en esa línea nos es sugerida por otro biógrafo, que hace notar que el Papa Sixto V, en la bula de canonización de san Diego, se complace en resaltar los méritos de la pobreza voluntaria a los ojos de Dios. Por eso este autor resalta que los padres del santo, “aunque poco favorecidos por la fortuna, vivían satisfechos con su suerte ganándose el cotidiano sustento mediante el trabajo de sus manos, con fe muy grande y muy grande confianza en la amorosa Providencia divina”.2
Añade el padre Ribadeneyra que “muchos hombres honrados y de buenas partes, que pudieran lucir y parecer loablemente en el estado sacerdotal, escogieron el de legos, teniéndole por más quieto y seguro” para santificarse.3 Un admirable ejemplo de ello lo tenemos en san Francisco de Asís, que nunca quiso ser ordenado sacerdote.
Eso nos lleva a considerar que la pobreza es vista en el mundo de hoy como la mayor desgracia que le puede ocurrir a alguien. Y que, por eso, debe ser sanada a cualquier precio y por cualquier medio, inclusive injustos, hasta con el riesgo de perder la salvación eterna. Eso porque, por la pérdida de la fortuna, de la salud, por la imposibilidad de obtener un buen empleo a consecuencia de la falta de capacidad para el trabajo, muchos llegan al estado de necesidad, cuando no de verdadera miseria. La Iglesia siempre fue, en el pasado, maestra en remediar situaciones como aquellas.
En su juventud vivió como un eremita
Diego nació en San Nicolás del Puerto, pequeño poblado andaluz de la diócesis de Sevilla, en los albores del siglo XV.
Muy pronto demostró amor por la soledad y siendo adolescente, enterado de que un virtuoso sacerdote vivía como eremita en las proximidades, se unió a él para así servir mejor a Dios. Rezaban y contemplaban juntos, cuidaban de una pequeña huerta que les proporcionaba el alimento y fabricaban utensilios de madera que vendían para socorrer a los pobres.
Los biógrafos del santo cuentan que, cierto día, cuando Diego fue a vender sus productos al mercado, encontró en el camino un bolso bien repleto. Tan desapegado estaba, que pensó consigo: “Eso es un enredo del demonio para perderme”. Y ni lo tocó. Un poco adelante encontró a un mendigo harapiento y hambriento, que le pidió una limosna. El santo le dijo entonces: “Querido amigo, no tengo qué darte. Sin embargo, Dios te protege; a corta distancia de aquí hallarás en el camino un bolso bien provisto de dinero. Y si no encuentras a su dueño, que te sea de provecho”.4
Franciscano, recibe el don de la ciencia infusa
Alrededor del año 1409, el beato Pedro de Santoyo, gran promotor de la rama franciscana que seguía la antigua observancia, fundó varios conventos reformados, entre los cuales el de Arruzafa, cerca de Córdoba. Como Diego quería hacía mucho tiempo ser franciscano, pidió el ingreso en él como hermano lego.
El fervor con que abrazó la vida conventual fue sorprendente: Dicen sus biógrafos que “nadie le gana en la práctica de la pobreza, de la caridad, de la obediencia, de la mortificación. Nunca ocioso”,5 pues la pereza es la madre de todos los vicios.
Diego llegó a tal grado de unión con Dios, que el Creador se complacía en comunicarle muchas luces a respecto de los principales misterios de nuestra santa fe y de las doctrinas de la Iglesia. De modo que hasta doctores en teología venían a consultarlo sobre las más elevadas cuestiones teológicas. Y él las exponía con tanta claridad y seguridad como si las estuviera viendo.
A la par de eso, el hermano Diego continuaba humilde y servicial, amando en el prójimo a Dios Nuestro Señor. Era tan pacífico y tan unido a Dios, que bastaba una palabra salida de sus labios para calmar las discordias, llevar al arrepentimiento al faltoso, dar confianza al desalentado, y a todos, la paciencia y la alegría en el servicio de Dios.
Superior de un monasterio en las islas Canarias
Poco después de profesar, fray Diego fue enviado con algunos de sus hermanos de hábito a las islas Canarias, conquistadas hacía poco por Jean de Béthencourt para la corona de Castilla. Allí, en la isla de Fuerteventura, fundaron entonces un convento, teniendo a fray Juan Beza como guardián o superior. Con la muerte de este, los frailes no encontraron otro mejor para sucederle que a fray Diego, a pesar de ser apenas un simple hermano lego. Lo que muestra el grado de estima que ellos tenían por sus virtudes y por la ciencia infusa de este santo.
Durante cuatro años fray Diego dirigió con prudencia y sabiduría el monasterio, del cual era la regla viva. En su desvelo por la salvación de las almas, visitaba en sus chozas a los nativos aún paganos, predicándoles la palabra divina.
Cuatro años después fue llamado de regreso a España.
Histórica misión de San Diego de Alcalá, en California, fundada por san Junípero Serra |
En Roma, como enfermero de sus hermanos
El año 1450, se celebraba en Roma el año jubilar proclamado por el Papa Nicolás V, durante el cual el bienaventurado Bernardino de Siena (cuya fiesta se celebra el día 24 de mayo) sería canonizado. San Juan de Capistrano, provincial de los Franciscanos Menores de la Observancia, convocó entonces a todos los frailes que estuvieran disponibles para asistir a la gran ceremonia. Así, fray Diego se encontró en Roma con otro gran santo franciscano, Santiago de la Marca (1393-1476), elevado también posteriormente a la honra de los altares.
Sin embargo, irrumpió una epidemia en la grande multitud que acudió a la Ciudad Eterna para el jubileo y la canonización — estaban presentes más de tres mil y ochocientos franciscanos. Fueron muchos los frailes contagiados. Por eso transformaron el convento de Ara Caeli en hospital, bajo los cuidados de fray Diego. El santo se desdobló para atender a todos los apestados y a la multitud de pobres que acudía al convento en busca de alimento. Su santidad se hizo entonces manifiesta por su constante multiplicación del pan, de los medicamentos y de los víveres.
Taumaturgo: el niño salvado del horno
Uno de los grandes milagros operados por fray Diego —y que es narrado por casi todos los sus biógrafos— ocurrió estando en Sevilla. Un niño de siete años, que había hecho alguna travesura, por temor al castigo, se escondió en el gran horno de la casa y se durmió. La madre, ignorando el hecho encendió después el horno. Pero cuando oyó los gritos del niño, se desmayó, enloquecida de dolor. Mientras tanto el fuego ardía. Al volver en sí, en vez de intentar sacar a su hijo, salió corriendo a la calle y gritando. Fray Diego, que por allí pasaba, le preguntó cuál era la causa de su llanto. Y le recomendó a la infeliz madre que corriera a la iglesia, fuera al altar de la Virgen María conocida como “la Antigua”, y se encomendara a Ella. Mientras tanto, él se dirigió a la casa de la mujer y delante del horno, con voz perentoria, le dijo al niño que saliera de allí. A pesar de que la leña ya se había transformado en brasa, el niño salió ileso. Ante la aclamación del pueblo atraído al lugar por el suceso, fray Diego cogió al niño de la mano y lo llevó a la iglesia, para que agradeciera personalmente a la Santísima Virgen por haberlo salvado. Eso hizo con que se propagara aún más la devoción a aquella imagen, ya tenida antes como milagrosa.
San Diego de Alcalá entregó su santa alma a Dios el día 12 de noviembre de 1463.
Milagros después de su fallecimiento
La fama de santidad de fray Diego, que ya era grande en vida, creció después de su muerte.
Alcanzaron mucha divulgación, a causa de los personajes envueltos en los hechos, dos milagros ocurridos por el contacto con su cuerpo incorrupto.
En una cacería, el rey Enrique IV de Castilla (1425-1474) cayó del caballo y se hirió gravemente el brazo, causándole un inmenso dolor que los médicos no conseguían aliviar. El monarca se dirigió entonces a Alcalá, y pedir su curación a fray Diego, cuyo cuerpo incorrupto fue entonces removido de la sepultura. Enrique se recostó entonces a su lado y, después de besarlo, colocó la mano del cadáver sobre su brazo enfermo. El dolor desapareció instantáneamente y el brazo herido readquirió toda su fuerza primitiva.6
El otro milagro ocurrió en 1562, casi cien años después, con el príncipe D. Carlos, hijo del rey Felipe II de España. Debido a una violenta caída, el príncipe se dio un golpe tan fuerte en la cabeza, que fue desahuciado por los médicos. En situación tan desesperante, Felipe II fue a Alcalá y mandó abrir la tumba en la cual se encontraba el cuerpo incorrupto de fray Diego. Pusieron sobre el rostro del santo un pañuelo de seda, que fue después colocado sobre el del príncipe. Este adormeció; al despertar, pidió que le dieran de comer. En pocos días estaba nuevamente de pie. En vista del milagro, Felipe II rogó al Papa Sixto V, que también era franciscano, que apresurase la canonización de fray Diego, lo que el Pontífice hizo el 2 de junio de 1588.7
Imagenes del templo San Diego de Alcalá en Pitiquito, Sonora. Imagenes (Diana Nuñez)
Los restos mortales de san Diego de Alcalá son expuestos a la veneración pública en la catedral de Alcalá de Henares (España) |